sábado, 2 de mayo de 2009

Navidad, la celebración de la pobreza

Navidad, la celebración de la pobreza

...canté cándido y 'creyente' alguna remota noche previa a la Navidad.


"Por la puerta abierta de la antesala, se ve un mozo
con un árbol de Navidad y un cesto.."
Casa de Muñecas
Henrik Ibsen.

"Ven a mi casa esta Navidad."
Muletilla de fiestas navideñas.


La primera Navidad que recuerdo es cuando recibí un regalo diferente para mí; estaba entre una ruma de obsequios realizados por unos padrinos. Es la primera de la que me acuerdo y es también la que más recuerdo. No por la ofrenda, sino porque ese día los regalos dividieron el mundo en dos. El miserable donativo que me pertenecía fue abandonado en su lugar quietecito junto al árbol navideño y aún debe seguir esperando mi emoción feliz. Yo pensé que era lo más natural, que de vivir aquello siempre que llegara un veinticinco de diciembre los niños harían lo mismo que yo en toda la tierra: una navidad injusta no podía ser bendecida por nadie. Desde mi lejana infancia siempre fue una característica de supuesta paz, perdón y solidaridad casi ostentosa en donde el más pudiente y solvente daba su computada ofrenda al desposeído, amén de "purificar su espíritu"; llegadas las bienaventuranzas aquel podría recibir quizá el descargo de la injusticia o el premio por el sufrimiento impuesto. "¡Dios mío, perdónalos, porque no saben lo que hacen!", rezaba un párrafo de la Biblia, que no leían.

Bien se podría decir, casi eufemísticamente, que quien vive en pobreza es predicación viva de un Cristo que simboliza nervio e impulso, liberado de esa esclavitud material, lejos de la avaricia, ligero de equipaje en este mundo efímero, sabio descendiente de Dios, prototipo vital, un ser consciente de que la sujeción material también está impuesta a la ley de la muerte, llamado a la expectativa de la resurrección a una vida eterna. No, no hay que dejarse engañar. Muchos feligreses en estas fiestas al escuchar al párroco de su iglesia decirles que se alegren de ser pobres porque es una manera de ser "elegidos" -que la pobreza a la que se refiere el evangelio es la de ellos ya bienaventurados y seguros de vida eterna y predilección divina-, no se creen ese cuento que ya huele a naptalina o formol del siglo pasado. La pobreza no es ningún don ni prueba celestial sino más bien producto del desorden social, el desequilibrio económico y una muy injusta distribución del poder que encarna una lacerante opresión inmerecida e indigna.
Vivir la "pobreza evangélica" quizá sería proclamar esa esperanza auténtica, silenciosa pero dinámica, una opción digna de vida y debida. Aquella a la que se refirió Jesucristo: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos." Es la de quien se abandona a la capacidad de acoger incondicionalmente al género humano. Todo cristiano debería reconocer esa relación divina como gracia propia y no prédica de un Cristo crucificado sino lleno de vida, esperanza, fuerza y sabiduría.
Hace algunos años un alumno un tanto irreflexivo haciendo alusión a la opulencia navideña de su familia deseaba a otro que pasara en soledad las fiestas navideñas. La estolidez de la pubertad, la vacuidad de conciencia era no menos que el reflejo de su indefendible sosería espiritual familiar. Estos niños-bien dados a la irracionalidad no tienen necesidad de hacer frente a la penuria, la inseguridad o la insatisfacción de las necesidades elementales; pero en este valle de lágrimas donde miles de jóvenes de su edad que no tienen un padre solvente y mueren literalmente de hambre hay también niños estoicos o cínicos que sin saberlo viven con esa sonrisa de felicidad que no otorgan las posesiones personales de alarde, así y todo no sufren muchas de las consecuencias de ciertas carencias del pudiente. Viven como si fueran ricos dando forma voluntaria y bien intencionada a esa "pobreza" durante toda su vida. Y hasta cierto modo a veces es un privilegio pues ello da lugar a una racionalidad meritoria y sensible constituyendo sin duda un pilar de acceso a las aspiraciones humanas superiores. Pero igual, no hay que dejarse engañar.
Hay quienes sienten llegar la Navidad con recelo y esa extraña sensación de catástrofe, y, también es verdad que otros enfatuados en una enorme manipulación consumista y comercial en el mundo entero embargan sus preocupaciones en conseguir clandestinamente el más estruendoso fuego de artificio, algún juguete chino o americano, pequeñas linternitas de colores, el más sabroso pavo o pollo horneado, tarjetas musicales, campanitas graneadas de oro, guirnaldas relucientes para los enormes árboles llenos de esferas coloridas, y, papel satinado de verde, cerámicas de becerritos y Reyes Magos para el más llamativo nacimiento ante el fondo musical de repetitivos villancicos o la risa sarcástica de Papá Noel que no restan las angustias por conseguir dinero para solventar la fiesta más apocalíptica del año que llena las calles de borrachines que providencialmente celebran lo que no creen o no han creído nunca, en una festividad que resarce a los desplazados: la abuela a la que ya nadie escucha, el huérfano a quien jamás se invita a casa; esa hipocresía a flor de piel que no es extraño que al día siguiente los noticieros den cuenta de un estruendoso número de muertos por riñas ni tampoco que los niños en quienes se patrocinan las celebraciones terminen por abominar la Nochebuena.
La Navidad no era -¿Y usted qué dice? ¿Ahora ya lo es?- fruto de la fe ni de la esperanza, sino más bien una suerte de ligereza de equipaje, la exaltación de un día de pobreza y riqueza, ambas un tanto insulsas, aunque una más que otra. Después ya la pasamos solo mi madre y yo, mi madre lloraba y sus lágrimas parecían imitar los estridentes estallidos de los cohetones que coloreaban nuestro cielo de la algarabía chimbotana. Yo creo que lloraba de lo felices pero pobres que éramos, porque nosotros éramos pobres-pobres de solemnidad y conmemoración en aquel Chimbote de regalos externos por familias ricas a familias pobres como la mía, que vivía sin alfombras, pero feliz entre tanto cariño y panes benditos. Luego ya prósperamente preferimos los tamales o pierna de puerco preparados por la vecina Jova, yo las conversaciones con mi abuela Juana, mi madre la mirada tierna a ambos, y, no pudimos escapar a cada júbilo real de aquel presente vertiginoso evocado hoy en este día a este lado del mundo en conmemoración. Felizmente ya no le creo al párroco de la abandonada iglesia de infancia allá en Chimbote como cuando en plenos años ochenta frente a un árbol navideño -resplandeciente de guirnaldas, bolas, velas y estrellas luminosas que en nuestras casas no teníamos- canté cándido y 'creyente' alguna remota noche previa a la Navidad. Ahora al cabo de los años yo sí me atrevo a escapar, y, en estos días de consumismo frenético he decidido ir con mi mujer de vacaciones.~

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