sábado, 2 de mayo de 2009

Bryce, el eterno aprendiz

Bryce, el eterno aprendiz
Pobre Bryce eterno, no ha logrado dar una explicación convincente

“El primer sufrimiento se lleva a cuestas
como un imán en el pecho porque de
él proviene toda ternura.”
Alfredo Bryce Echenique

Lo primero que de verdad llama la atención cuando uno conoce a Alfredo Bryce Echenique es ese encanto que despierta su sencillez desde que uno lo saluda y que sólo él sabe transmitir con una cordialidad de viejo camarada. Lo segundo para un hombre de talla normal es su estatura: un metro ochenta y dos centímetros. Lo tercero es el fulgor de su talento y agudeza para escarnecer de sí mismo provocando la risa de todos sus contertulios. Aunque habría que advertir que no falta por ahí algún escritor de menor valía que cierta vez me previno: “Lo realmente pernicioso de la simpatía de Bryce es que la usa para que la gente crea que es un buen escritor”.
Lo conocí hace algunos años en la Feria del Libro del Jockey Plaza en Lima. Era la tercera o cuarta vez que lo escuchaba dar una conferencia después de haber aguzado el oído a varias grabaciones de entrevistas y otras conferencias suyas. En la Casona de San Marcos a una pregunta que le encargué se la hiciera Guillermo Niño de Guzmán acerca de cuál era la lección que había aprendido de su viejo contertulio y amigo el escritor Julio Ramón Ribeyro, y que la formuló un serísimo Marcos Martos, provocó la hilaridad de la concurrencia cuando de pronto Alfredo zafándose de la respuesta dijo que el título universitario de abogado de San Marcos poco le había servido en realidad para ser escritor y que lo que hizo luego de obtenerlo fue enseñárselo a su padre y “colgarlo literalmente en el baño de su casa”. No señaló lo que yo sabía que de seguro pensó e iba a responder y que quería que la concurrencia escuchara: que el escritor de raza es y será siempre un eterno aprendiz, esa justificación y actitud ante la vida y la literatura para seguir escribiendo. Lo primero que me formuló al saludarlo y manifestarle que escribía y amaba tanto a la literatura como sin duda lo hacía él fue su deseo compartido de éxito literario: “Que la suerte literaria te sonría, viejo”, me dijo.

Bueno el caso es que el escritor vivo más querido por estas tierras no ha conseguido dar una excusa verosímil ante la acusación de sucesivos manifiestos plagios. Y lo más conmovedor es que escritores de menor cuantía, pequeños parricidas han prorrumpido cargados de arteras municiones con las ganas de fusilarlo no con una obra sino con sumarse al cargamontón y alboroto que ha generado la noticia, cuando el escritor lo que habría querido hacer es sólo lo que el común de los escribas hace o ha hecho alguna vez desde que estampa su primera letra: corregir el estilo de un artículo o crónica y guardarlo para luego poder usarlo como material de trabajo o fuente. Sin duda, la insensatez desmesurada y sandez mojigata de cuanto escriba quisquilloso no sólo ha impedido que Alfredo reconozca a cabalidad la equivocación reiterada al publicarlos por indiscutible descuido sino que no entiende que la verdad es que a la empresa periodística no le interesa gran cosa la literatura sino la firma del famoso escritor. Le importa más que el escritor, los lectores, más que los lectores el dinero de los lectores y de la publicidad de los auspiciadores.
Quiero creer que tal vez sea producto del exceso de la bebida [y qué] a la que está sometido por alguna inquietud propia de su existencia y por ese amor a la literatura que a veces nos lleva a destruirnos a sí mismos como entre los escritores, para no hablar de los artistas en general, lo han hecho Malcolm Lowry, Fernando Pessoa, Jack Kerouac, Raymond Carver, Truman Capote, Charles Bukowski, Edgar Allan Poe, Dashiell Hammett o entre los latinoamericanos un Juan Rulfo, en fin, y, claro nadie se preocupa del escriba, sino de ese ser mediático: del personaje al cual incluso se le niega el derecho a reconocer -cuando casi todo el mundo lo sabe- que es un novelista que sufre de una dipsomanía crónica y hasta quizá de un prematuro mal de Alzheimer como lo ha especulado por ahí el agudo, irreverente y perspicaz periodista Beto Ortiz; porque la historia de Alfredo Bryce Echenique como la de Fernando Pessoa -ya lo diría Octavio Paz- podría reducirse al tránsito entre la realidad de su vida cotidiana y la realidad de sus ficciones.
Y, caray, de haberlo hecho socorrido de la primera agudeza llana de la que pudo echar mano, negó ante la prensa que hubiera reproducido los textos de sus colegas españoles y del embajador peruano entre otros, y lo negó con la cabeza en alto como todo buen constructor de mundos imaginarios que se precie atribuyendo la culpa a su secretaria personal que habría enviado los artículos que datan del año 2005 sin citar el nombre del autor; sin embargo tal argumento expuesto en una carta de disculpa ante el embajador y al propio diario cayó en saco roto, convirtiéndose en una explicación que se desploma ante un sesudo análisis pero que sin embargo bien podría ser una redonda verdad aunque no creíble. A fin de cuentas es un asunto íntimo entre su conciencia, digo mejor, su amor a la literatura y sí mismo, y, ni siquiera hacia con su secretaria o sus lectores aunque el escritor ha dicho citando a Tolstoy: “la próxima vez fracasaré mucho mejor”. El sincero lector de Bryce, el que lo conoce y ha disfrutado de sus cuentos, novelas, memorias y entrevistas lo ha respaldado en su fuero interno y se ha condolido por toda la tinta y voces vertidas en escarnios contra él como ante un Cristo en semana santa. Pero tanto improperio lanzado no acabará con el escritor. Si lo ha hecho, se equivocó, por las diferentes razones que pueda tener, ya sea la escritura de una próxima novela, la bebida, el ocio, alguna enfermedad o cierta contrariedad personal, en fin; nadie está obligado a declarar contra sí mismo.
Entre las arenas movedizas de los artículos, crónicas, reseñas o reportajes pocas veces corren las aguas diáfanas de la perfección literaria. ¿Qué pecado tiene negar un desliz literario para preservar ese lugar mítico de escritor que tanto le costó obtener? Error mortal más bien el de desdecirse luego, error de un escritor cuya escritura no pasará a la historia por haber ‘reproducido’ un texto que no era suyo sino por haber escrito lo mejor de sí desde hace mucho y quizá por haber convertido por un instante siquiera unos modestos artículos en más bellos y perdurables de lo que en realidad son.
Se suplió a sí mismo con unos escritos impropios. Ahora, nadie puede negarlo: Alfredo es un ser melancólico. Grandes escribas de la literatura mundial han caído en esa psicosis maníaco depresiva de la locura por la literatura, y no faltará quien reconozca sinceramente que mientras más honda es la caída a veces suele reducirse la cúspide creativa. Entre tantos altibajos el creador puede ser originalmente productivo y también destructivo llegando incluso al suicidio. Grandes creadores en la historia sufrieron ese tremendo mal y la melancólica festividad de Alfredo no es la excepción de rodar hacia abajo. Ya creo que ahora y con razón el escriba quisiera alcanzar un altísimo grado de inconsciencia mientras atraviesa este ancho mar de ingratitud para desembocar en su próxima novela. Y que luego ya, pasado el vendaval, podrá preguntarse retrospectivamente: “¿Qué me pasaba en aquel entonces para andar tan particularmente ‘cobarde’ en aquella ocasión?” Pobre Bryce eterno, no ha logrado dar una explicación convincente y felizmente ha tomado todo esto que ha sucedido con la afabilidad habitual y tierna que le caracteriza aunque estoy seguro con profundo sentimiento de caída.
No, Alfredo Bryce Echenique, ese escritor paternal, ese Hemingway peruano creador de su propio mito, ese escritor de culto que mucha gente felizmente ahora relee mucho más, ha originado tan sólo un incidente que no ha de ser más que un pequeño episodio, por lo demás muy propio de su temperamento. Por lo pronto dejemos que la historia de la literatura juzgue -y de seguro será a favor- al viejo Bryce, ese gran escritor que todos nosotros conocemos que escribe para que sus amigos lo quieran más. Por mi parte yo, como Martín Romaña, ya lo saben, detesto molestar.

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