sábado, 2 de mayo de 2009

“María Soledad, te amo” en los baños

“María Soledad, te amo” en los baños

“Hubo épocas en que el escritor era una persona sagrada.
Escribió los libros sacros. Los códigos, la épica,
los oráculos. Sentencias inscriptas en las paredes
de las criptas.”
Augusto Roa Bastos, Yo el Supremo

En la extensa pared blanca de los servicios higiénicos de mi centro de labor, apareció el lunes pasado una inscripción enorme: “María Soledad, te amo”. Está trazada con un instrumento cortante de punta filosa y reafirmada con un hilo de matiz fosforescente, se le nota además el nervio inquieto y acelerado de un alma agitada. Sin embargo, está inscrito en un lugar donde muy extrañamente suelen posar los ojos las bellas compañeras, y adonde de muy insólito alguna dama pueda entrar. Pero es bastante grande como para que María Soledad, sólo cuando esté la puerta abierta, no lo advierta al pasar ya que luce bastante desamparado como para no tocar secretamente el fondo de su corazón.
Cuando lo leí recordé de inmediato el verano de 1997. Novísimo educando de la Universidad de San Marcos, lo primero que me asombró no fueron las disertaciones de quien después y con rendida justificación consideraría ‘un-maestro’, un viejo narrador de cuño, que no escatimaba vociferar a cada error gramatical de los recién llegados para luego irse al lavabo cercano al aula apoyado en su bastón de lujo; ni las dificilísimas y sesudas razones de los primeros escarceos en las arenas movedizas de la filosofía, sino las diferentes inscripciones que encontré en los baños de toda la universidad con emblemas, preguntas, diatribas, improperios, respuestas o repreguntas y expresiones de toda índole donde no se salvaban ni las propias obreras encargadas de limpieza de los cuartos de baño.

El profesor en mención me comentó que desde la prehistoria los baños habían sido la “memoria secreta de la humanidad”, recuerdo el gesto exacto de su rostro cenizo al detallarlo. Puntualizó que un tal Boethius, quien juzgaba que no había forma mejor de conocer las costumbres sino a través de las pintas, realizó un recorrido por casi todos los baños de la vieja Europa de 1430: visitó poco menos de setecientos baños de París, Venecia, Hamburgo, Madrid, Brujas, Norfolk y descubrió que todos daban cuenta hasta el tope de leyendas e ilusiones. Efectuó luego una peregrinación en barco desde Cádiz hasta Sumatra, y, a medida que pasaban los días, se percató que los baños usados se cubrían de inscripciones de grueso calibre entre poemas, cuentos, acertijos y dibujos. Sin duda la ausencia de damas era el más poderoso impulso literario, pues apenas llegados a su destino la tripulación se lanzó en una alborozada cacería en los grandes prostíbulos de la ciudad; al día siguiente, ya calmados en su lascivia, buscaron a las pueblerinas y como la dicha amorosa, sabido es, vuelve casto al macho más garañón pasaron una mano de pintura al fresco sobre todas las inscripciones.
Casi todas las paredes de las ciudades cobijan desde censuras políticas hasta ‘confesiones’ de amor, y, sitios públicos y privados exponen recónditos deseos donde no se esquiva la lascivia o el desamor entre otras perlas. A veces suelo anotar en la pequeña libreta que me acompaña a todo sitio adonde voy una que otra frase; sin embargo en nuestro medio uno más bien se tropieza con expresiones contundentes donde se corre el velo de las excelsitudes y favores de la mujer del prójimo o la pederastia de un político; pero las muestras han perdido mucho de gracia e ironía pues que se sepa nadie ha vuelto a encontrar como en su día en este vario mundo, un poema que recogió Valle Inclán, ese escritor esencial de La Generación del 98, que se afinaba asimismo con la conversación antes de escribir. Cuenta Alfonso Reyes que a la tardecita caía don Ramón por un café madrileño, común refugio de cómicos y literatos, centro de una tertulia que se prolongaba hasta bien entrada la noche. Un Valle Inclán festivo llevaba la voz de rapsoda con la grande algarabía de los demás contertulios. Se entrecruzaban historietas, anécdotas, paradojas, pensamientos y hasta chismografías. Y fue ahí precisamente donde habría de relatar que en un retrete de Zaragoza halló estos versos:

“Jurábale a su marido/ la inocente Rosa Luna /que jamás había yacido /con amante en cama alguna. /Y era su aserto absoluto, /porque la dama en cuestión /rendía a Venus/ tributo de pie, /detrás de un portón”.

Siempre he creído, ay que el amor salvará el arte, pasión iniciática de más de uno en las letras, arriesgando la esperanza contra la pérdida del género humano, y, esas inscripciones que parecen ofensivas a la elegancia en realidad son su antípoda: luces de íntima ilusión del origen de un artista. Por eso deseo con ferviente incertidumbre que María Soledad lea el mensaje que alguien ha escrito para ella en la pared que todos hemos visto. Y sin duda es mejor, esperemos, se deje amar.

Por favor, María Soledad, déjate amar.~

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