sábado, 2 de mayo de 2009

Mario Vargas Llosa, la literatura y la vida

Mario Vargas Llosa, la literatura y la vida

Vargas Llosa, en la inauguración, expresó con nostalgia que los libros tienen la propiedad de llevar al lector a otra realidad.

A Delmy Díaz, mi mujer

PASEAR POR EL CENTRO HISTÓRICO DE LIMA no es algo que me apetezca, sobre todo ahora que la capital se encuentra cual víctima de una catástrofe nuclear, atiborrada de avenidas suburbanas con pequeños bloques de calzada destrozados y revueltos unos sobre otros como un puñado de naipes. Permanecer media hora o más en el asiento del autobús, ante el barullo repetitivo de menesterosos que suben y bajan a vender chucherías bajo las bocinas intermitentes por el embotellamiento vehicular, es sencillamente un suplicio perturbador e impresionante, peor aún en esta época en que una garúa invisible cae persistentemente sobre la fría Ciudad de los Reyes. Sin embargo, un suceso me ha llevado a hacer más de una vez el mismo recorrido sorteando tatuadores, cambistas, pulsadores, entre las insospechadas galerías comerciales, y lo volvería a hacer con la misma finalidad: llegar a la cuadra 5 del Jirón de la Unión, a unos pasos de la Plaza de Armas, donde se viene realizando la muestra sobre la vida y obra de nuestro mayor escritor, denominada: “Mario Vargas Llosa, la libertad y la vida”, y que tiene como escenario la Casa Museo Bernardo O’Higgins.

He asistido en varias oportunidades, ya he perdido la cuenta de las veces que he ido, solo, con mi mujer o llevando a algunos amigos. En realidad es una exhibición que da cuenta de todas las circunstancias de la vida del escritor; así, cada sala expone sus pasiones: la escritura y los libros, los escritores y el periodismo, el cine y el teatro, la vida académica y la política. La muestra nos recibe con una presentación de Alonso Cueto, quien afirma que “si alguna lección nos deja esta vida y obra es la de la confianza en el poder de los individuos de fraguarse un destino”.
Organizada por la Pontificia Universidad Católica del Perú, reúne en dos pisos y catorce salas, el universo personal y literario del celebre escritor, y recibe a los concurrentes con copias de algunos escritos de puño y letra, y cartas esparcidas por un sendero que va hacia un pupitre donde se distingue, cubierta por un cristal, una Marathon 1200 DLX que habría acompañado al escritor a escribir sus primeros textos, mientras, como fondo, descuella un retrato suyo.
El primer piso está lleno de fotografías con familiares en diferentes épocas, y un recorrido literario-vital acompañado de un archivo iconográfico desde su nacimiento en 1936 en Arequipa, hasta sus estadías en diferentes ciudades del mundo. Sus tesoros, como una carta muy afectuosa de Julio Cortázar antes de publicar “Rayuela”, una estampa de su Primera Comunión, pasaportes, libreta de notas y manuscritos originales del inicio de alguna de sus novelas.
Me enteré de la exhibición de ejemplares de sus novelas traducidas a diferentes idiomas y objetos de escritores que influyeron en su vida, por las noticias de la Agencia EFE y la Biblioteca Virtual “Miguel de Cervantes” (Vargas Llosa es presidente de la Fundación), que repitieron “La Vanguardia”, “La Nación”, “Jornada Latina”, “El Universal” y “Perú 21”, entre otros diarios; sin embargo, quien recorre los salones no encuentra en realidad tales objetos.
Y aunque es verdad que la tutela de la exposición, forjada durante dos años, quedó a cargo del escritor Alonso Cueto y contó con la asesoría del arquitecto Frederick Cooper y el pintor Fernando de Szyszlo, viejos amigos de Vargas Llosa, se distingue una especie de bóveda titulada “Tesoro”, donde tras el ornamento de cerámica de un hipopótamo (los colecciona desde que escribiera su obra teatral “Kathie y el hipopótamo”), con ciertas grietas de color negro sobre un paño rojo, se puede ver un muestrario de libros.
Sin embargo, el espectador común no está seguro, a pesar de las múltiples reiteraciones de los vigilantes, que sean suyos. Yo mismo, sorprendido, pude echar una ojeada a algunos ejemplares y encontrar ahí libros de colegio desusados, de legislación, educación, química inorgánica, un texto de matemática, unos cuantos volúmenes de historia de Carl Grimberg, tomos de la enciclopedia juvenil Océano, una edición del Nuevo Testamento de la Biblia y hasta un manual de contribuyentes de la Sunat, entre otros; y de literatura, viejos y muy descuidados tomos de Losada, Salvat, de ciencia ficción (que Mario no lee), entre “Ana Karenina” de Tolstoi, “Persona non grata” de Jorge Edwars, “Siete ensayos de la realidad peruana”, y hasta la novela “El rincón de los muertos” de mi amigo el escritor Samuel Cavero Galimidi.
A menos que se haya querido dar a entender subliminalmente que los libros siempre serán un tesoro, más de un visitante quedará con la incógnita, pues, a saber, la biblioteca peruana de Mario consta de poco más de veinte mil cuidados volúmenes, está dividida por temas y aficiones, y cada libro posee un sello y stickers, allá en el sexto piso de su casa de Barranco donde tiene su estudio y biblioteca en el malecón que ahora lleva su nombre.
Las veces que he ido recorrí todas las salas. En el primer nivel el salón “Diarios de un rebelde”, nos ofrece un examen biográfico desde la etapa de su niñez hasta nuestros días, acompañada de vitrinas que contienen recortes, libretas con anotaciones de sus viajes, y tesoros personales con su sello y número de ingreso, como la invitación original del Colegio San Miguel a la gran velada literario-musical en la que se menciona la presentación del drama “La huida del inka”, en aquel tiempo, julio de 1952, próxima a estrenarse en el Teatro “Variedades” por la semana de Piura (también se presentaban el Cantinflas piurano, un conjunto de cuerdas del cancionero criollo, las Bikini Girls, algunos solistas y la promoción de las candidatas a Señorita Piura) y comentarios en la prensa local como éste: “Quienes vayan al ‘Variedades’ el jueves tendrán oportunidad de ayudar a los sanmiguelinos a arbitrarse fondos para su excursión a Lima e Ica”.
Las salas, pasillos y escaleras están acompañadas de fotografías de su archivo familiar y cuadros del pintor Fernando de Szyszlo; pero la sala principal del segundo piso del museo está rodeada de balaustradas que dividen ambos corredores de muy fina restauración, de elegante estilo republicano. Se puede observar a plena vista, cual enormes cuadros, las ya conocidas fotografías del autor con Patricia, su mujer; con Gabriel García Márquez, Jorge Edwards, José Donoso y Muñoz Suaz en Barcelona, en casa de su agente literaria Carmen Balcells; otra con Guillermo Cabrera Infante, Fernando de Szyszlo, Octavio Paz y Damián Bayón, así también en Barcelona con García Márquez, Carlos Barral y Julio Cortázar. En este nivel se destacan las salas organizadas temáticamente en honor al periodista, al político, al académico, el cinéfilo, el dramaturgo y el héroe.
La primera con las publicaciones de “Las batallas por la libertad” dando cuenta del hombre cívico y político. Sus inicios en el diario “La Industria” de Piura, su paso por el “Mercurio Peruano”, El Dominical de “El Comercio”, su labor en Radio Panamericana, y luego ya en París en la Agence France Press. Su postura ante el caso Padilla en 1971, la matanza en Uchuraccay en 1983, contra la estatización de la banca en 1987, la campaña política en 1990. En un par de vitrinas se puede apreciar las portadas que le dedican “The New York Times Magazine”, “Newsweek”, “Le Debat”, entre otras revistas. Y una emisión continua de sus entrevistas en el programa televisivo “La torre de Babel”, transmitido por Panamericana Televisión y producido por su cuñado Lucho Llosa, que data de 1981, el cual duró en el aire tan solo seis meses, y donde se ve desfilar a Magda Portal, la fundadora del APRA; Alain Elías, amigo de Javier Heraud; Don Pancho, un simpático y veterano heladero, el más antiguo de Miraflores; el pintor Fernando de Szyszlo, quien afirma que la técnica no se debe ver pero debe permanecer en la obra; una Doris Gibson que rememora una entrevista con el dictador Velasco Alvarado; Jorge Edwars reflexionando sobre la novela chilena; Ernesto Sábato ante su enorme biblioteca hablando del sentido del caos, y Jorge Luis Borges.
A propósito, el autor de “El Aleph” afirmó que cuidaba mucho su lectura y fue derrotado por varias novelas. No tenía en casa libros sobre su persona y que solo había leído “Borges, enigma y clave” de Rodríguez Monegal, porque, apuntó irónicamente, “quería encontrar la clave”. Queda una insípida desazón ante la reiterada insistencia de un porfiado Vargas Llosa cuando le pregunta hasta en tres ocasiones sobre la austeridad de su hogar y por qué no vivía en un lugar más lujoso. Borges, sonriente y sarcástico, afirma que “‘la pobreza’ no le interesa”. Ahora que lo recuerdo esa entrevista ofendió mucho al escritor argentino. Cuando opinó sobre el Perú aludió a su abuelo el coronel Francisco Borges, al poeta José María Eguren que le presentó un amigo en común, e incluso citó un verso suyo. El escritor peruano, sin poder disimular su asombro y admiración ante el maestro de una vida entre libros, casi encarnación de la literatura, observa los arreglos de su habitación donde destacaba una Orden del Sol en el grado de Comendador otorgada por el Gobierno peruano, y los pocos tratados de su biblioteca personal. Quizá, como afirma Alberto Manguel en su libro “Con Borges”, los invitados a su casa esperaban hallar infinidad de volúmenes, pero su propia biblioteca era poco menos que un desencanto porque el genio argentino sabía que el lenguaje bien podía simular la sabiduría.
En la entrada de la sala dedicada al político hay una franja con las tres escaleras y se puede leer: “Mario Vargas Llosa. Presidente 90. Movimiento Fredemo, el gran cambio”; y dentro se escucha la emisión continua del discurso del entonces candidato en plena campaña contra la estatización de la banca; un cartel de las elecciones de 1990 invita a una reunión para el “Domingo 4 de junio a las 12 m. en la Plaza de Armas”, y en una vitrina se puede ver el manuscrito de despedida al haber perdido las elecciones, fechado el 10 de julio del 90, titulado: “Encuentro por la libertad”; asimismo: un sello enorme con la estampa de su rostro, tarjetas personales, cartas destinadas al candidato con anotaciones del personal de correo: “Por favor anotar la dirección”, solo con el nombre del escritor, junto a un cuadernillo con el programa de gobierno del Frente Democrático.
Una instalación divide ambos corredores ante la extensa fotografía que Félix Nakamura tomara en el bar “La Catedral” cuando se acababa de publicar la novela “Conversación en La Catedral” en una visita que hizo Vargas Llosa al bar, allá por 1969. Se puede ver una reproducción de la famosa taberna, acompañada de la lectura de la novela.
En las salas referentes al académico, se emite continuamente los discursos del autor ante la incorporación a la Academia de la Lengua, y la cesión de Honoris Causa de parte de algunas universidades; y en la del cinéfilo, una escena del film “El Jaguar” en edición rusa basada en la novela “La ciudad y los perros”.
Al entrar en la sala del dramaturgo, uno ve los afiches de adaptaciones teatrales de sus obras escenificadas por casi medio centenar de compañías de todo el mundo. Desde “La señorita de Tacna” hasta la representación de las “Mil y una noches”; pero lo que me conmovió fue escuchar la confesión de parte que le hace en una entrevista al director Luis Peirano acerca de la obra teatral “Kathie y el hipopótamo”, en cierto modo una ‘continuación’ de “Conversación en La Catedral”, diez años después. Ocurrió que el novelista en una etapa difícil se ganaba la vida como negro literario para una mujer que precisaba de un escriba.
Ella tenía las imágenes pero no las palabras, y fue donde ‘Zavalita’ con su mediocre, oscura y rutinaria cotidianidad de ser un fracasado periodista del montón, y encontró el trabajo perfecto que le permitió ganarse la vida por un tiempo. Él, que tenía ciertas lecturas, claridad intelectual, recuerdos de ideales abandonados, va haciendo añadidos a la historia gris de Kathie, y ambos transforman la realidad de sus vidas una o dos horas cada día. En esa confesión encontré a un alter ego del novelista, y sentí que en determinado momento de su vida se creyó extraviado por el fracaso como escriba a pesar de una riqueza interior y quizá por el contrarresto de su edad, ya que el personaje era un hombre adulto, al que la vida no le había ofrecido prácticamente nada cual ajuste de cuentas.
Recordé las cartas que le dirigió por aquel entonces a Abelardo Oquendo cuando Mario confesaba que para evitar la reflexión y el suicidio se dedicaba a trabajar a fondo y solo salía del hotel para comer (la carta que pude leer de Julio Cortázar hacia Mario daba cuenta casi de lo mismo). Dudando de haber abandonado por fin los ejercicios ridículos de adolescente, tenía la impresión de que si escribía como presentía, por fin sería un escritor. Y que si veía que todo era un espejismo, haría maletas, regresaría a Lima y no volvería a escribir una línea más en su vida.
Casi frente a la sala del político se divisan dos piezas contiguas, una con motivos selváticos, como la reproducción de una cabaña y donde se puede ver fotografías de las versiones cinematográficas de “Pantaleón y las visitadoras” y “La ciudad y los perros” en las cuales el escritor colaboró; y otra, la del héroe, a la que no se puede ingresar y que no es sino una representación de objetos que nunca pertenecieron al autor, como libros, un uniforme, una cama del colegio Leoncio Prado, la insignia con su fotografía, pero que son igual de significativos y memorables.
Vargas Llosa, en la inauguración, expresó con nostalgia que los libros tienen la propiedad de llevar al lector a otra realidad, y que el lograr ello es lo más hermoso del acto de escribir. Y que una exposición así solo consagra a los muertos. Declaró que hay anotaciones de cuando no pensaba que su vida se iba a definir por los libros. Pero lo que me hizo vibrar de emoción fue que, luego de apreciar en un pequeño hall un hermoso mosaico las reproducciones de las portadas de nada menos que ciento cincuenta y cinco ediciones de sus obras en diferentes idiomas, tras un cristal me encontré con un verdadero tesoro para mí: más de veinte libros de los más grandes maestros de la novela.
Ello no saldría fuera de lo común si no estuviera resaltado con anotaciones, comentarios y calificaciones del escritor de “La guerra del fin del mundo” en las últimas páginas, así como algunos escritos de su puño y letra, pues ellos me transmitieron el secreto y la clave. Ahí estaba el verdadero tesoro del cual tomé única nota y, qué duda cabe, no contaré hoy.

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