sábado, 30 de abril de 2011

Ernesto Sabato, antes y después del fin

No quiero morirme sin decirles estas palabras. Tengo fe en ustedes.

Ernesto Sabato

Por Róger E. Antón Fabián.

Ernesto Sabato nunca dejó de ser aquel niño solitario que se sintió abandonado, ese mismo niño ahora se adentra en ese viaje interminable. Estuvo a poco tiempo de pasar la centuria y su desolación era enorme después de la partida de Matilde, su esposa, de quien escribe en ese libro titulado Antes del fin, que todo joven debería de leer. Es verdad que los años restantes estuvo acompañado de Elvira González Fraga pero ya no era lo mismo. Se había quedado ciego como ese otro gran amigo suyo el también escritor argentino Jorge Luis Borges, sin embargo de cuando en vez pintaba pues de tal suerte ahuyentaba ese caos en que se debatía, aquellas obsesiones e ideas más recónditas e inexplicables, ese infierno personal de angustia y desesperación de cada ser humano, así alejaba a “los fantasmas” (en una edición de la Revista Sur dirigida por Victoria Ocampo y que reunía creaciones de grandes escritores e intelectuales, leí por primera vez la alusión a los mismos. Vargas Llosa habría tomado de él esa idea para teorizar sus “demonios”), pues estuvo a punto de suicidarse dos veces en 1992, sin embargo logró sobrevivir gracias al arte. Pensé que pasaría la centuria, pero una vez más este mes aciago para los grandes escritores da cuenta de la vuelta de la rueda del destino.

No puedo olvidar los libros que leí con lápiz y papel, tomando apuntes para descubrir la estructura, la ambientación, la psicología de los personajes y la maravillosa construcción del maestro argentino, así tuve varias versiones de El Túnel con subrayados, patas de araña, anotaciones al margen, a pie de página, y bien se podría decir que Sabato es un escritor que enseña a escribir. Bien merecido estuvo ese galardón del Premio Cervantes de las letras, que destaca a los escritores de mayor renombre de habla hispana, en 1984. En aquella ocasión muy emocionado en su discurso oficial resaltó al ingenioso hidalgo como un ser mortal, tierno, andariego y desamparado, y, glosando al propio Cervantes, a fin de cuentas, entrevió que digno es aquel hombre que "por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida".

De él que por la tarde durante algún tiempo quemaba todo lo que había escrito en la mañana, las nuevas generaciones aprendieron que uno no debe desesperarse por publicar, mucho menos una novela por año. Y que dado que para admirar se necesitaba grandeza no importara que el creador sea o no reconocido por sus contemporáneos, pues ello le pasó hasta al mismísimo Sthendal y a Cervantes, así cómo uno podría desanimarse por lo que dijera un desconocido que vive al lado de la casa, como él lo escribió en aquella novela tipo Abaddón el exterminador. No en vano él que para apaciguar lo caótico había escrito un diario íntimo, lo quemaría al tiempo, antes de buscar refugio en las ciencias, y, finalmente, en la literatura, pues el destino siempre nos conduce a lo que teníamos que ser.

En la Miraflorina, la casa de mi madre, hay una hermosa biblioteca, allí guardo varios libros suyos, algunas ediciones príncipe que conseguí en mi época de librero de viejo, y de donde algún escriba amigo extrajo ese ensayo que se llama "El escritor y sus fantasmas", texto versado en reflexiones sobre el arte de escribir, que leí entre clases aburridísimas, lo cual me llevó, como todo buen libro, a muchos libros más. Tenía diecisiete años cuando tuve en mis manos por primera vez una suerte de antología de entrevistas de una serie de encuentros entre los dos escritores argentinos más representativos, realizada por el periodista Orlando Barone, Diálogos con Jorge Luis Borges, que leí de un tirón ya en Lima. Y es verdad lo que escribió el periodista después, que Sabato (al escritor le gustaba consignar su apellido sin tilde) era un superviviente de su generación, uno de sus protagonistas mayores, que durante muchos años se resignó a la pérdida de su hijo Jorge; Matilde, su mujer, y casi todos sus amigos de su generación.

Ernesto Sabato que pensaba que el escritor debería de ser un testigo insobornable de su tiempo, con la distinción del coraje para decir la verdad y sublevarse contra todo oficialismo, decía que el escritor comprometido realiza una especie de sueño de la comunidad, que representa a la colectividad entera, aquel bibliófilo humanista que le hubiera gustado ser eterno, que quería vivir mil o dos mil años quizá en plena filiación con Juan Carlos Onetti quien manifestaba que un escritor debería de vivir ochocientos años, trescientos de formación y quinientos para profundizar, el originariamente físico que renunció de ese territorio para buscar las respuestas a interrogantes existenciales del hombre y que luego fue tema de toda su obra literaria, este hombre universal, el humanista desilusionado de los límites de la razón humana que pensaba que mientras vivimos y nos acercamos a la muerte nos inclinamos a la tierra donde hemos pasado nuestra infancia, será velado en el club Defensores de su pueblo para que la gente de su barrio pueda acompañarlo –como él lo deseaba– en ese viaje final, y será sepultado allí donde murió, en su casa de Santos Lagos, en el jardín de su casa, en Buenos Aires, en su país natal. Se fue uno más de los grandes maestros de la literatura no solo latinoamericana sino universal. Como él lo afirmara, antes y después del fin siempre habrá alguien a quien nuestra ausencia resultará irreparable.

© Róger E. Antón Fabián, es autor de la novela “El Paraíso Recuperado” (España).

C. E. Zavaleta o El viaje al reino de la letra memorable



Por Róger E. Antón Fabián.


CUANDO MUERE UN ESCRITOR genuino, para quienes el cariño y la entrega al oficio literario se llevan en la entraña, sobre todo si se trata de un escritor de raza, sentimos como si fatalmente una parte nuestra se fuera con él. Es el terrible desenlace por el que algún remoto o cercano día tendremos que pasar a carta cabal, el sueño truncado de manera inexorable, sobre todo ese de anhelar escribir una obra que nos sobreviva. Carlos Eduardo Zavaleta ha muerto la mañana en que yo dictaba una clase de literatura y el mundo giraba tal cual, parece que seguirá tal; pero para mí es como si se hubiera detenido en un instante para ya adquirir otro tenor, quizá para siempre.

Podría decir que nos unía el hecho de ser oriundos casi de la misma tierra, ambos naturales de Ancash, que pasó su infancia en mi pueblo natal, en Chimbote, frente al mar, a tres casas de donde muchos años después yo tendría mi primera novia, que fue un escritor de la Generación del 50, un estudioso entusiasta de William Faulkner y James Joyce, que era el maestro que todo aspirante a escriba sanmarquino escuchaba con respeto y casi temor, que inspiraba sumisión literaria acaso por su sabiduría y talento narrativo, que había sido maestro universitario de Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique, –a quien manifestaba le puso libros de Ernest Hemingway en la mano y lo asesoró para que iniciara su carrera con su tesis universitaria y su primer libro de cuentos–, el escritor que como Ernesto Sábato abandonó una carrera de ciencias para adentrarse en el terreno literario, el temprano enamorado de Olga en Caraz, el alumno, egresado, bachiller, doctor, profesor sanmarquino, el traductor de T. S. Eliot, Pound y Joyce, el viajero incansable, el diplomático o el maestro que buscó un camino distinto del costumbrismo e indigenismo literario peruano, y, poseedor de un formidable talento y una extraordinaria sensibilidad humana, que supo expresar fehacientemente la excelencia cultural peruana. Así lo recuerdo.

Recibí la noticia a minutos de su fallecimiento por una llamada telefónica del poeta Ricardo Ayllón. A decir verdad, yo que tengo muy bien planteada la situación de la muerte, lo lamenté toda la tarde y aún habituado en quehaceres editoriales estuve sumergido en el recuerdo. Precisamente alguna vez a ambos nos contó como recorría pueblos enteros vendiendo libros, casi de casa en casa, en una actividad cultural digna de elogio. De temperamento inquisidor, también recuerdo a una pregunta mía su confesión, una anécdota sobre el escritor Ciro Alegría, entre otras que dejaré para mis memorias.

Nunca olvidaré su abrazo sincero y su afecto cuando me riñó porque mencioné a Camilo José Cela en el discurso de concesión del premio los Juegos Florales de San Marcos, me dijo que el autor de “La Colmena” había sido servidor de Franco, que lo fue. Aquella vez con el viejo querido Carlos Eduardo Zavaleta conversamos sobre Francisco Umbral y el Premio Nadal, que –enfatizó– "no era un Planeta, que lo podía ganar cualquiera". Lo conocí en Chimbote cuando yo aún no conocía Lima y me hice algunas fotografías con él que salieron publicadas en el Diario La Industria de Chimbote, cuando yo preparaba algunas entrevistas a renombrados escritores peruanos entre los que sin duda figuraba él en primera línea. Años después asistí a la clase de inauguración y bienvenida a la Universidad de San Marcos, impartida precisamente por él, y ya lo vi continuamente. Alguna vez con mi compañero de aula Ricardo Flores Gago, gran lector y explorador de joyas literarias, lo ayudé a escoger una edición de Joseph Conrad, en esas ferias de libros que se levantaban en la Facultad de Letras de la universidad en los inicios de los años noventa, porque sencillamente era como el padre mayor que dictaba el curso de Literatura norteamericana. Allí lo escuché hablar con pasión de Poe, Hemingway, Hawthorne, Melville, Twain, Thoreau y entre otros de Henry Miller (quizá el me recomendó ese texto que se llama “Los libros en mi vida”).

Al tiempo cuando yo había dejado ya la universidad, me enteré que vivía casi solo, que cientos o quizá miles de libros habían tomado posesión de casi todos los ambientes de su casa de Miraflores, y fueron muchas las veces que propuse a más de una institución que se realizara una larga entrevista temática y completa sobre su vida y su obra para conformar un libro singular, pero jamás salió a flote la aprobación del proyecto, pues bien hace algún tiempo antologué alguno de sus cuentos, y espero algún día realizar algún estudio sobre su obra narrativa y la evolución de la misma.

Una de las últimas entrevistas suyas que leí fue concedida a Axthedmio Mau Guil, publicada en un número de la revista Casa de Asterión y titulada "La rutina del fuego", donde el escritor ancashino habla de sus maestros, la técnica narrativa, las mujeres y la vida. Supe que buscaba que lo visitaran, y a decir verdad tuve la secreta esperanza, a pesar de que supuse que se encontraba muy delicado de salud, de su mejoría. En julio del 2010 le habían hecho un homenaje a cargo de la Asociación Capulí, Vallejo y su tierra, presidida por el escritor Danilo Sánchez Lihón, y hacía poco había dado el discurso de honor con motivo de otorgamiento de la medalla de honor sanmarquina a Mario Vargas Llosa por alcanzar el Premio Nobel de Literatura. Nada ni siquiera sus ochenta y tres vitales años hacían siquiera sospechar su muerte, siempre inoportuna.

Carlos E. Zavaleta (apliqué también esa E. a mi segundo nombre) quedará grabado en mi memoria con su recuerdo, ejemplo, amistad y afecto de maestro entrañable, cuando yo era un ratón de biblioteca en mi vieja universidad y él ya un maestro consagrado. Hacía poco acababa de morir Gonzalo Rojas a quien también conocí en la feria del libro de Lima, en este mes de las letras, tan aciago. Al parecer el exacto veintitrés es una suerte de coartada literaria en que se han ido muchos grandes como William Shakespeare, Garcilaso de la Vega y Miguel de Cervantes, entre otros. Carlos Eduardo Zavaleta se marchó –a pesar de no coincidir en la fecha de despedida–, partió de este mundo, al reino de la letra memorable, y será siempre uno de los grandes, el mejor cuentista de todos los tiempos en el Perú.


© Róger E. Antón Fabián, es autor de la novela “El Paraíso Recuperado” (España).


sábado, 14 de noviembre de 2009

PRÓLOGO A DIARIO PERSONAL

Recopilé mi diario por espacio de casi doce años, muchas son las veces que he perdido partes del mismo. Muchas las que traté así mismo de ordenarlas, ya que profusos e interminables papeles permanecían guardados en sobres, por días, años y meses, así siempre que empezaba a hacer un recuento de lo escrito fracasé, ya sea por mi espíritu de dejadez y anarquía o por alguna investidura de la vida. Iba a titularlo “Textículos” por el irónico hecho que uno necesita de ese machismo que afirma la valentía para elucubrar ‘testes’ [textos más bien] bordeando el temor a ser descubierto o con la plena certeza de que uno jamás será un mito. La reunión de los mismos ha dado sin querer en un libro como lo aconsejaba Nietszche tan sólo por la bendita manía de escribir aunque sea a falta de imaginación una ‘vida literaria’, lo que quiere decir que en cierto modo no es la vida verdadera y al final terminará por serlo. Tiene la pretensión de vida para ser leída, vida diletante, desordenada en realidad, que no procura sino la desnudez de lo que no es ni nunca fue. La vida es una ficción, casi un sueño, como diría Calderón o ese alter ego que era Segismundo. La misma pretensión de retratar lo real no es más que una fatuidad inalcanzable. Otro nombre que ideé era “Pre-textos”, porque escribir era una manera de mantenerme unido a la vida y a la esperanza de la misma y además porque cada anotación siempre la sentí incompleta.
Recuerdo mi infancia caminando patacala por una acequia contra el agua, pescando peces multicolores, recorriendo los bosques con mi perro, esos momentos que uno no puede sino tan sólo retenerlos en la retina porque era imposible escribir. Gustaba andar descalzo y hacer líneas con el dedo gordo del pie en el enlodado, en aquel entonces toda la felicidad se resumía sólo a ello y, puedo decir como Neruda de Temuco que quien no conoció el bosque de mi infancia, no conoció la belleza de este planeta. Cuántas veces he vuelto a llorar mis días de infancia como cuando lo hacía al pie de un roble y al lado de mi perro. Pasados los años embebido en otras aspiraciones, el roble y el recuerdo de mi perro representan una suerte de pena en general, sacrificio y sobrevivencia; pero en fin, al tiempo, azules y agradables recuerdos, nociones que yo tenía ensombrecidas quizá por la misteriosa reacción que de niño provocaban en mí las mujeres manchadas de savia divina camino al bulín Tres Cabezas. Cuando he visto por otros lares robles siempre he imaginado mi infancia, sucia de barro de acequia y con trocitos de escamas de pececillos muertos y algas pegados a mis piernas. Escribir no ha sido sino caminar a descubrir ese mi rosebud, esa felicidad entrañable y rememoración de mi infancia perdida, de aquélla felicidad filtrada de pronto de los propios dedos. Escribir se asemeja a ver crecer con los años un roble que en el recuerdo trae otras asociaciones.
Otros nombres eran: “Naderías”, “Sala de espera”, “Escritos para el olvido” y “El Fracaso del escriba”, pues escribo plenamente consciente que no es más que una terrible necedad el persistir en el arte literario: ser escritor es una fatalidad, tarea absurda e infame. Odio escribir y detesto la literatura como labor. Hubiera querido dedicarme a otra actividad que a este capricho lacerante. Al fin y al cabo la trascripción de esos escritos que fueron mi diario se convierte en un testimonio de la lucha que libra un escriba iniciado en su arte y las vicisitudes del desarrollo del mismo, lucha sino exitosa al menos sin cuartel hasta llevar a uno al delirio, la sinrazón y casi el suicidio. Escribir es mi modo de pensar, quizá para el olvido pensando en “lo que no pasa”. Creo que fue Sthendal o Flaubert –al fin da lo mismo– quien pensaba que escribir sobre nada era frisar el arte mayor. Escribir algo que no suceda era la supremacía a la que podía llegar un escritor, por ello este diario también tendría la pretensión mayúscula de nadería. Al final todo se lo lleva el tiempo y se disolverá en él. Las palabras son recuerdos y es triste el canto, decía el poeta Calvo.
Desde mi adolescencia y seguro por ella, empecé a anotar hechos en una serie de cuadernos viejos, hojas, contratapas, recibos de microbús, facturas, servilletas que han cedido ante la marcha del tiempo. En realidad no fue un trabajo cotidiano, sino más bien un registro esporádico de ciertos acontecimientos desordenados de mi vida con frases que rayan el tiempo a cuentagotas. Prosas incompletas porque además uno da sólo una versión sesgada de los hechos y no una salida. Suicidio amoroso y ociosa exploración de un escriba, y, como dijo alguna vez Nabokov, vano oficio de quien en busca de sí mismo traslada a la memoria retenida el recuerdo de un futuro inesperado y su perspectiva, aunque el futuro sólo se advierte estando ya en él. Y aunque tiene gran parte de olvido y silencio, no es más que acumulación de imprecaciones de un escriba en centenares de irreales días del inexorable paso del tiempo; es decir mezcla de realidad, ficción y asombro. Y si es verdad que me hubiera gustado que nadie lo leyera, –pues nunca tuvo pretensión de libro– debo revelar que es una suerte de confesionario apolíneo, porque lo único que me interesaba era recordar, ya que el olvido –como decía Borges– es tan sólo otro nombre para el caos.
Dejar certidumbre de vida quizá sea el aliciente de todo diarista; porque la labor de recopilar apuntes raudos, atrapados de una buena vez antes que se escapen en alas de la imaginación, no es trabajo menor. Por lo general son un cúmulo de reflexiones autocríticas, espontáneas o secuelas del peso de la propia conciencia. ¿Qué me motivó a redactarlo? Como recomendaba el filósofo mi diario personal ha ido sumando notas casi extraviadas hasta convertirse en libro, no he tratado de llevar rigurosamente la exploración de un camino artístico o vital. No he sido ni testigo ni protagonista de algún acontecimiento histórico, aunque por cuestiones de pasión, amor y apego sí un hombre muy acongojado por los desencantos de la vida. A decir verdad he sido un diarista ocasional y casi de soslayo con la vida. Creo que siendo mi composición no es mi obra pues cada etapa de la vida provoca un desenlace propio. Quizá el escribirlo fue con la secreta intención de comunicarme, pero ¿con quién? Acaso con mi subjetividad, aunque para ello hubiera bastado mi pensamiento y conciencia, pero tal vez necesité escribirlo para tener la certeza de que lo que me ocurría era verdad, adquirir constancia y creer lo que pensaba y pasaba en mi existir. Tal vez acontecimientos como la muerte de mi abuela Juana, el encuentro con mi primer amor, la primera mujer con la que me tuve que acostar, mis primeros libros leídos; y, luego ya el entrar en algún momento en cierta concisión y madurez, mis años universitarios y demás, me llevaron a su consolidación. Todo ello originó su permanencia, quizá esa fue la intención o ya sea para saldar ausencias: la paterna, el tío muerto, la novia, el amor, la posibilidad de escribir. Mi diario no ha sido más que una justificación.
Siempre tuve una afición por la aventura y por ello desde niño también quise embarcarme en un barco mercante y hacerme hombre de mar. Me acercaba al puerto chimbotano y miraba los barcos zarpar. No sabía que después conocería a Conrad, Josep Pla, Hemingway; así también intenté enrolarme como soldado en el ejército peruano de donde mi madre ‘me rescató’; pero siempre pensé escribir. ¿Por qué caminos habría ido mi destino si hubiera sido así? Detesto la vida plácida, amo lo intelectualmente provechoso. Y en ese intento he llevado una vida alejada de toda holgura, dedicado a la pasión creativa. Quizá todo no sea más que la huella del registro de una necesidad perentoria de vivir intensamente mi vocación, y que al igual que José García Calderón, hijo de un ex - presidente peruano y que renunció a una vida plácida y se enroló en el ejército francés permaneciendo hasta más de quince horas seguidas en un globo aerostático aprovechando el tiempo brumoso para no ser descubierto por las tropas enemigas y así rayando la osadía y el nervio escribir su diario, he escrito estos retazos en microbús, en plena clase universitaria cuando se disertaba sobre Heidegger, en mitad de una sesión amorosa, luego de conversar con una fémina, hacer el amor con una prostituta, viajando a provincias o al centro de la ciudad, en los baños, haciendo colas interminables, a mitad de una conferencia. Intenté dejar mi rastro en el mundo, dar el máximo de intensidad ante el peligro, demostrando valentía al borde de la repugnancia y casi inconsciencia ante las complicaciones de la vida afrontando los peligros de un joven artista. Quizá para alguna mente superior estas páginas no sean más que un esfuerzo vano, tedio o labor un tanto insulsa, una penosa banalidad y patética intención de simulación intelectual, de susceptibilidad exagerada entre la aridez del hastío. Un quejatorio de alguien que se sintió lo que nunca fue, vida que acaso estuvo destinada para otro. Una vida entregada que bien se habría podido usar en otros menesteres y que quizá esa sea su única valía.

miércoles, 24 de junio de 2009

Del AMOR Y LA PERSEVERANCIA

J25062009

En el verano del 2003 El Paraíso recuperado (historia libresca de un ladrón) ganó los Juegos Florales de la Universidad de San Marcos, a la entrega del galardón leí un discurso durante la ceremonia de premiación el cual fue ovacionado por algunos y duramente criticado por otros. Este tuvo luz sólo en la revista Puerto de Oro. Aquí realizo la reproducción total del mismo:

DEL AMOR Y LA PERSEVERANCIA

Acompañado de mi madre y ambos flanqueados por el escritor Carlos Eduardo Zavaleta y el Dr. Luis Miguel Inka Pilco
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"Más ahondamos en nuestro corazón,
más ahondamos en el corazón de cualquier ser humano"
Kierkegaard.


SI RESUMIERA EN UNA FRASE MIS SENTIMIENTOS esta sería una larga e interminable expresión de gratitud. Hay algo conmovedor en obtener un premio llamado los Juegos Florales de San Marcos, que evoquen el nombre del ilustre historiador tacneño Jorge Basadre, ése excelso héroe intelectual que tanto hizo por la cultura de nuestro país, y recibirlo en la Facultad de Letras de mi alma mater cuna de intelectuales de gran talla. Agradezco a la Universidad de San Marcos por esta premiación. A ella le debo gran parte de todo lo que he aprendido en materia literaria en estos últimos años, por ejemplo que un escrito que convence a un grupo selecto de lectores y es tildado de ‘bueno’ puede estar atiborrado de frases banales, que uno debe escribir como le venga en gana y que en el arte literario el todo no es la suma de las partes.
Nadie merece un premio, la creación en esencia es siempre colectiva. Quizá quien merece este premio -apenas un episodio en la historia literaria del país- sea la generación a la que pertenezco, de creadores que recién se inician; convencidos de que la creación es un aprendizaje interminable; aquellos que nunca se cansan de hablar de literatura; que insisten y perseveran; que decididos, jamás desertarán; esos que usurpan las vetas del trabajo para llenar una hojita en blanco: en el rincón solitario de su alma abandonada; que son conscientes de que nunca se alcanzará a los maestros, privilegiados con la inmortalidad; que los cuentos, novelas, en fin escritos hayan ganado o no una premiación no significa que el reto no siga vigente; que la personalidad cuenta mucho; que un libro no empieza en su primera palabra, ni termina en su última página; que la ficción tiene existencia propia y los personajes viven mas allá de nosotros compitiendo con la realidad concreta de donde han salido; que el momento más prometedor de la creación es cuando el personaje reclama su personalidad genuina y nos desobedece; aquellos que hemos elegido la literatura como un destino y sabemos que los libros, son seres maravillosos, encantadores; pero sabemos sobre todo que los libros no son los hombres, que no son mas que medios para llegar a ellos; que quien ama a los libros y no ama a la humanidad, es un fatuo condenado dentro de su propia cárcel humana.
Porque el terreno en el que tenemos que movernos los escritores o los intentos de escritores en el Perú es tremendamente terrible, desgarrador, inédito, ¿no es verdad? El desamparo de la literatura en el Perú. Huérfana, ignorada, desdeñada por todo tipo de apoyo, malvive por suerte y conjuro de milagro, amor y perseverancia: esfuerzos inconfesables que son flores en un desierto. En este desierto cualquier intención a favor de la creación literaria o artística debe ser aplaudida contra la barbarie no sólo política, económica sino también cultural. Todo aquel que sea invitado a mantener -con una distinción de esta categoría- viva el alma de nuestro país debe sentirse comprometido.
Así de pronto uno se encuentre solo y se dé con las dentelladas y las zancadillas de la vida literaria, los enemigos de la promesa, "las tentaciones del fracaso", los enemigos de la literatura. Pues no faltará quien diga: ¡Escribiste, qué te crees Shakespeare, Proust, Chejov, Amiel, Chateaubriand, Cervantes, Rimbaud! En ese terreno se tiene que mover uno que recién empieza, en la tragicomedia de este mundillo literario: infierno mucho más triste, egoísta, desdichado y miserable de lo que uno imagina, un túnel donde las almas no pueden ni siquiera mirarse; pero el importante, ya lo sabemos, es el escritor que escribe y persevera, el escritor total, ése escritor del amor y la perseverancia que no se deja vencer ni amilanar ni siquiera por la apreciación que tiene de sí mismo.
Quiero decir que de las grandes influencias uno tiene que deshacerse, las verdaderas influencias son a las cuales no le rendimos culto jamás, aquellas que nos revelaron que tenemos algo abordable literariamente, que nos impulsan a avanzar más allá de donde habíamos sospechado llegar, que nos empujan a escribir, que nos dan entusiasmo, que nos justifican siempre.
Toda crítica debe ser forjada como arte, debe tamizar construyendo. Los críticos producen los lectores de este país y qué poco han producido, sólo paraísos de ignorancia y miseria cultural. Uno entonces debe envalentonarse contra ésos teóricos embrollados con vocación de eclipse o asesino, censores de pluma biliar intoxicada de racionalidad, funcionarios del pensar "literario" que se supone son la criba estética: jactanciosa, pedestre, ignara, dama de reseñas castrantes.
Bien sabemos, la literatura triunfa ante la muerte; pero al parecer los dioses no consienten –a no ser de algunas excepciones- que ciertos críticos deshonren a la misma. Y allí, están vivos, después de haber fatigado la infamia.
Uno no puede permanecer inerte, resignado mientras su país deja decaer la literatura, despreciada como cuando un médico permanece quieto o satisfecho ante un niño que muere de tuberculosis. Pedirle quietud al arte es como pedirle a una criatura que deje de crecer.
Quizá sea difícil la comprensión de la indignación que suele provocar el decaimiento de la literatura; pero los hombres que entiendan y comprendan lo que esto implica, y, al fin que lleva, asentirán. Es casi imposible expresar la indignación sin que se nos denomine “amargados”, “pesimistas” o algo por el estilo. Felizmente la Universidad de San Marcos con la renovación de sus Juegos Florales resta la indignación.
Debemos ir a la literatura como un Quijote "buscando una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores es árbol sin hojas y sin fruto/ y cuerpo sin alma". Ser perseverantes en la defensa de nuestra vocación. Formar una escuela más allá de las aulas. Comprender este naufragio de la creación y de la vida, pues la labor más importante de un escritor será siempre la del cuidado y mantenimiento del espíritu humano. Esa es nuestra tarea, la más importante que nos ha tocado vivir. No es fácil escribir. Cuando más consciente es uno de lo que escribe más difícil se torna el oficio y uno se percata, en la soledad y en público, de la falta, la carencia, la orfandad de palabras.
Con una infancia desarrollada entre un universo de personas abrumadas de recuerdos de inmigrantes y esplendores de sendos tiempos remotos, siempre tuve el deseo de ser explorador, como un fugitivo personaje de esas novelas de aventuras en tierras lejanas, viviendo miles de experiencias inesperadas, sólo para contarlas. Esto viene sumado a una anécdota infantil. La realidad, como siempre es más interesante, y sólo por eso quiero contarles tal como sucedió. Una noche me escapé al puerto para ver el estertor de las luces de las barcas chimbotanas allá en la mar. Unos hombres sentados en unos baúles jugaban a las cartas. La noche, la zozobra nocturna era una constante. Cuando de pronto un indio como de unos dos metros saltó de entre las sombras, le dio una puñetada a uno de ellos, el más indefenso. Supe que éste había perdido una apuesta. El indio sacó un reluciente cuchillo y ante mis aterrados ojos de mozuelo agazapado, le dio de puñaladas con una furia mordaz e infernal. Marché a casa confundido, identificándome profundamente con el asesino y la víctima: a ambos les di la razón -allí ya había un escritor en ciernes-; y se lo conté a mi madre, la persona con quien me he entendido y mejor comunicación he tenido jamás. Vi al inventor de la muerte y con ello también comencé a elaborar mis recuerdos, en esa familia donde todos vivían de los recuerdos, mi primera y gran influencia literaria. O a esa otra oportunidad cuando vi a un campesino sentado en una piedra al borde de un camino, allá en las serranías, que junto a su caballo lloraba porque las espigas del trigo flameaban de belleza -después comprendí que la belleza es incomprensible. Pero el momento más decisivo de mi vida fue aquella tarde de otoño en la que tímidamente confesé a mi padre que quería ser un escritor mientras éste se desahogaba dándole firmes golpes a su máquina de escribir, en su oficina, y, para ahorrarse el esfuerzo insólito de la indignación, la levantó y la lanzó por los aires y la máquina voló en pedazos al caer contra el duro piso.
Entonces me convencí que esto debiera de escribirse y no sólo eso sino que en mi próxima reencarnación querría ser escritor con esa obstinación y persistente pasión que caracteriza a los iniciados.
Los personajes protagónicos de una ficción son siempre reencarnaciones del yo más recóndito del escritor, hipóstasis del autor y éste siente que sus personajes son sus hijos, quiere a todos: tanto al verdugo como al generoso; ama a sus criaturas y se siente tan intrigado como frente a un ser de carne y hueso. Estos cada vez se parecen más al creador. Y contra toda creencia el personaje va pariendo al creador y éste así va obteniendo el rostro de su obra; pero a la vez el personaje es una prolongación del escritor. Por ello debemos regresar al autor, a ese concreto ser humano que está detrás de la creación, para que nos muestre quien es como ciudadano de su tiempo, y sin el cual la literatura no existiría.
La literatura no existiría también sin lectores, claro está. Lo fundamental es que en el futuro haya lectores. Pero, ¿alguien ha preguntado alguna vez quienes son los creadores? ¿Qué sueños, valores, creencias, esperanzas, ideas, frustraciones albergan?
El poeta Paul Valéry, escribió hacia 1938: “La Historia de la literatura no debería ser la historia de los autores....sino la Historia del Espíritu como producto consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor”; estoy rotundamente en desacuerdo con esa postura de Valéry, así como con aquellos que dicen que: “la literatura está limitada a producir textos sólo para satisfacer la necesidad de diversión de la sociedad” y aquellos otros que afirman que “en un país como el nuestro donde la carrera literaria apunta hacia destinos no literarios, el primer deber de un escritor es dejar de escribir.”
Uno en contrarresto debe escribir más, eso debe ser aliento para coger pluma y papel y lanzarse contra los molinos de viento de la desidia literaria. Regresemos al autor y vayamos a la literatura como se va al amor, a la vida y a veces a la muerte; vayamos a la lectura, a la escritura como se va a lo más importante en nuestras vidas. Recobremos al ser que pudimos ser, escribamos, pues todos los hombres nacemos poetas.
¿Qué es la literatura? Todo. Idioma cargado de sentido. La mejor respuesta ante el infortunio y la frustración. ¿Qué es escribir? Todo. Escribir es también irrumpir en la vida de los demás. Proyectarse en una obra, un contacto con otros seres humanos. Transmitir infatigablemente ese interior que nos otorga el vivir. ¿Qué es la escritura sino un modo, el más efectivo, de acercarse a los demás y a uno mismo? ¿Qué sería de la vida sin esos fascinantes seres que nos transmiten narraciones cautivantes, que nos enriquecen tanto y nos permiten soñar? ¿Qué sería del mundo sin sus creaciones?
Por aquella desanimada apreciación del quehacer literario quizá somos un país literariamente frustrado. Ese es otro de nuestros dramas nacionales. Si nos preguntamos si el mundo está pendiente de nuestra literatura; qué pocos nombres tendríamos como respuesta. No ha surgido una crítica seria, ni existen las condiciones para que se dé entre nosotros esa maravilla que es el escritor profesional. Lo más saludable que puede ocurrirle a la literatura peruana es la aparición de una crítica no apoltronada, no interferida por intereses extraños, relaciones amicales o parcialidad política.
Por lo tanto el hombre o mujer que en su fuero interno sienta esa pasión embargadora, se pregunte y se responda que sí es un creador, que sí es un escritor, está obligado a ser responsable (a estar comprometido) sobre todo ante sí mismo, aunque la palabra compromiso se haya convertido en una palabrota en nuestro tiempo.
Creo en el poder de la palabra. La literatura y la palabra no son retrógrados. Las palabras son acciones; a través de lo que los creadores literarios escriben no sólo se brinda bienestar, placer sino también perspectiva, imaginación, ideas, angustias, esperanzas, testimonios del espíritu de nuestro tiempo, incluso se puede cambiar la correlación de los hechos históricos.
Hay una característica que une a los escritores: Que no necesitan de escuelas, de universidades, de programas para mantenerse vivos, consubstanciados con sus creaciones, yaciendo entre el polvo de una biblioteca habrá un remoto lector (no aleccionado; pero honesto) que los desenterrará y los actualizará y los dará a luz. Por esa secreta esperanza es que se persiste y persevera siempre: encontrar a sus lectores a pesar de todas las utopías del mundo.
Ahora que se habla del fin de las creaciones literarias y del libro en general existe una secreta esperanza que surjan escritores en contra del olvido y atentos a su tradición, que trabajen por construir mundos infinitos que la dimensión fabuladora del espíritu les brinda, entonces el porvenir de la literatura estará asegurado.
Quizá deberíamos considerar como dice Camilo José Cela que “Debemos ser más modestos, y conformarnos con pensar que el escritor no es más que un ser desdichado e infeliz que nació para ‘imponer’ y se quedó varado en el camino...”. Podemos quedarnos varados en el camino con nuestro amor y perseverancia, heridos, pero jamás infelices sino totalmente felices pues la literatura es lo mejor de nuestras vidas, de la cual, y para gloria mía, nunca he de salir pues sólo quien escribe y ficciona existe a la vida. Muchas Gracias.

lunes, 18 de mayo de 2009

¡Mario Benedetti, vive!

¡Mario Benedetti, vive!


"Yo no tengo vergüenza de ser sensible"
Mario Benedetti

Hace tan solo ayer comentábamos con el irremediable bohemio Jorge González Ampuero, en su casa, sobre la presentación que habría hecho él, como moderador, al tener frente a sí en el Centro cultural de España, a Vargas Llosa. Mi amigo con una reacción muy vivaz a pesar de su enfermedad dijo que él hubiera simulado cometer un error al sorprenderse de ver al escritor peruano en vez de su querido García Márquez; fue cuando le dije que mayor aceptación tendría suponer que hubiera sido el otro Mario, quizá más universal que el peruano: Mario Benedetti, a quien leíamos en la universidad y de quien conseguí un disco de sus poemas de El amor, las mujeres y la vida, ese libro de cabecera de tantos amantes y que -recién iniciados mis estudios de Filosofía- me sirvió para aprobar más de un curso y arremeter contra ese pesimismo voluntarista y contagioso de Shopenhauer, el filósofo alemán, y sobre todo recuperar algún viejo amor para perderlo después.

Escuchábamos sus poemas en grabadoras portátiles en plena clase del integrado de Letras; y alguna vez en un recital el poema A la izquierda del roble, aquella oda que inserta esa balada que dice: “Para mí que el muchacho está diciendo lo que se dice a veces en el Jardín Botánico: Ayer llegó el otoño/ el sol de otoño/ y me sentí feliz/ como hace mucho qué linda estás/ te quiero…”, fue el centro de la atención de los novísimos y jóvenes poetas, así por ello muchos músicos como Joan Manuel Serrat, Pablo Milanés, Susana Baca y Tania Libertad entre otros hicieron canciones con sus poemas de amor y rebeldía.

Los versos de Mario Benedetti me ayudaron a vivir en una Lima convulsa; el viejo bonachón con su voz, su postura política nos estaba enseñando nuevamente el amor y la forma de ver las cosas, el detalle en lo cotidiano y la sencillez de la vida y la palabra para enfrentar la propia vida. Su poema Te quiero fue desde aquel entonces una suerte de consigna propia que cada uno de los sanmarquinos de los años noventa tomamos casi como himno de amor. Al menos a mí me permitió mantener uno y recuperar las cenizas de otro para luego recurrir a un tercero y no menos doloroso.
El hecho de ser muy conocido por su poesía de una diafanidad lingüística y por ello penetrante, no hace que Benedetti, autor fecundo y polifacético: poeta, novelista, cuentista, dramaturgo y ensayista, sea menos logrado literariamente, ya que, lo comentábamos con el maestro Antonio Gálvez Ronceros, es autor de un excelente libro de cuentos: Montevideanos entre otros ochenta textos que prolíficamente escribió. Acercó la poesía a todos los ciudadanos del mundo y fue consecuente con su compromiso cívico y político, demostrando una humanidad y generosidad destacable entre los creadores.
Benedetti nació el 14 de septiembre de 1920, en Paso de Toros, en Tacuarembó (Uruguay); y sus padres, siguiendo una costumbre italiana, lo bautizaron con cinco sonoros y literarios nombres: Mario Orlando Hamlet Hardy Brenno. Su novela La tregua, que leímos con algarabía, le hubo de dar el reconocimiento internacional que ostentaba con sencillez desde allá por el año 1960. Su producción poética fue galardonada por el Premio Reina Sofía en 1999, y entre otros reconocimientos, en el año 2007, en la sede del Paraninfo de la Universidad de la República, en Montevideo, se le concedió la orden venezolana Francisco de Miranda, en su Primera Clase, la distinción más alta que otorga el gobierno de ese país, por el aporte a la educación y el progreso de los pueblos; pero a la vez el poeta fue golpeado por su actitud crítica de tal suerte que conoció el exilio durante diez largos años. Benedetti tuvo que abandonar su país tras el golpe militar de Juan María Bordaberry en junio de 1973, y la dictadura lo persiguió por distintos países, incluido el Perú (se exilió en un departamento de la avenida Shell en Miraflores donde fue detenido), para hacerle cumplir la condena a muerte expresa que pesaba sobre él, acusándolo de sedición. Luego se dirigió a Cuba, y tiempo después desembarcó en España; aunque él desde entonces haya manifestado ya que no tenía actitud subversiva sino crítica.
A saber Benedetti, a los 15 años, se desempeñó como contador, cajero, taquígrafo y vendedor. Comprometido con su propia obra y activista de izquierda, en el año 1959, el poeta viajó a Estados Unidos, a pesar de las negativas de las autoridades americanas para concederle el permiso. Con la Revolución Cubana en pie escribió precisamente ese libro de cuentos muy logrados de nombre propio: Montevideanos.
En el poema Boda de perlas, firmado un 23 de marzo de 1976 da cuenta, en buena parte, de la existencia suya y de su vida en treinta años al lado de Luz López Alegre, aquella mujer a la cual un jovencísimo Mario escribía poemas de amor y que ella nunca contestó, dice: “…cuando la conocí/ tenía apenas doce años y negras trenzas/ y un perro atorrante/ que a todos nos servía de felpudo/ yo tenía catorce y ni siquiera perro…”. Y luego de treinta años más, justamente en abril de 2006, falleció Luz, su entonces esposa y compañera de toda la vida, de tal suerte que el poeta, que alternaba entre Madrid y Montevideo, se trasladó definitivamente a su residencia, en el centro de la capital uruguaya, a pesar del frío de la ciudad; y con motivo de esa partida donó parte de su propia biblioteca al Centro de Estudios Iberoamericanos de la Universidad de Alicante el cual lleva su nombre.
Lo último que supe de él es que estaba muy delicado de salud y que salió bien librado de una recaída, y el mundo entero de la literatura hizo un fuerte lazo de deseo de mejora, pero la realidad es que se reestableció como para despedirse, cuando ya el poeta trabajaba en un nuevo libro de poesía, cuyo título era Biografía para encontrarme. De este suceso acaecido con el poeta urugayo, el escritor José Saramago ha dicho: “Siempre quedaba esa ingenuidad que es pensar que lo inevitable se puede posponer, pero no se puede, y cuando llega, como acaba de llegar para Mario, es muy duro”.
La capilla ardiente y los restos de Mario Benedetti serán velados en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo, en la sede del Congreso uruguayo, en Montevideo, hoy, para recibir el homenaje de sus conciudadanos. El poeta de espíritu joven, casi de niño, nos enseñó humanamente a amar, ver el equívoco y resucitar el afecto, y ahora nos enseña a añorar su presencia consabida. La literatura de todo el mundo pierde sobre todo a un hombre cabal y de primer nivel. Quizá, es verdad, la ingenuidad nos hace creer que los grandes y muy profundos seres humanos no mueren; pero la muerte siempre hiela, poco, mucho o muchísimo. Mario falleció en su hogar ayer por una insuficiencia renal en Montevideo a los 88 años de edad. Adiós, amigo, corazón coraza; ahí estaré para conversar, como en ese hermoso poema tuyo: “…no creas nunca creas/ este falso abandono/ estaré donde menos/ lo esperes…”.


domingo, 17 de mayo de 2009

El ‘escribidor’ presentado

El ‘escribidor’ presentado
Vive la difference!
[Respuesta a un tal ‘Grupo Narración’; el cual sin duda no es el mismo al que perteneció Gregorio Martínez ni el maestro Antonio Gálvez Ronceros en los años 60.]


Buenas tardes o buenos días, en fin pueden ser buenas noches (o malas), depende estrictamente de ustedes, Señoras y señores. Tengo buenas y malas noticias que darles. Primero sin duda las ‘buenas’: mi nombre es Róger Edgard Antón Fabián. La mala noticia es que quiero advertirles que voy a tratar de decirles algo. Soy un hombre de letras, no de palabras aunque sí de palabra, al menos eso creo; pero –ni modo– me ha sido negada totalmente la fauna de la elocuencia. Eso que raudamente consigue un politicastro [no te hagas a ti te estoy diciendo] en cualquier anónima asamblea no puedo hacerlo ante ustedes. No me atrevería además. En una palabra: cuando (me) tomo (o me toma) la palabra no puedo hablar; pero, caray, tengo otra buena noticia: puedo escribirla. Escribir, escribir y escribir. Aunque un inteligente amigo me ha dicho que ‘escribir’ ya no vale la pena: es llover sobre mojado, insistir sobre sirenas. Así advertidos, a empezar se ha dicho y sea dicho.

NACIMIENTO Y SIGNO ZODIACAL.
Mi nacimiento fue resulta de la desazón de un terremoto en mi ciudad natal y el enamoramiento: Mi madre llena de terror por los remezones del sismo que hasta ahora de un salto la incorporan de su asiento viajó alejándose de las pestes y la hambruna de aquellos días hacia la antigua ciudad de Trujillo; mi padre, que tenía en su haber ya tres hijos y era un secreto tan celosamente guardado que ni él mismo lo sabía acabó por comprometerse con mi madre y entre mi hermana inmediatamente mayor y yo tan solo median días de diferencia en la fecha de nacimiento. Nací pues algún tiempo después de amores y penas ese siete de mayo de 1975 y mi signo astrológico es Tauro, del cual he sacado todo menos el carácter; por consiguiente, no suelo ser impetuoso e inesperado, aunque quizá por separado sea cada cosa a la vez. Mis tendencias intelectuales son estrictamente todas de orden literario. Mi planeta no sé cual es; y, a pesar que me he vuelto supersticioso ya por experiencia no me interesa. Mi color es más bien una tonalidad del amarillo con la cual más me identifico porque es el símbolo del amor y la amistad (aunque en realidad me gusta el azul).

INFANCIA.
Tenía casi cuatro años desde cuando guardo el primer recuerdo de mi infancia y de lo que fue mi familia verdadera de la cual provengo, después como todo en la vida se fue desintegrando y tuve que construir otra entre tantos intentos frustrados: mi tío materno Eleuterio Fabián llamándome afectuosamente “cholito” y paseándome en una carretilla que usaba como herramienta de trabajo. Era constructor y aficionado a las revistas de historietas, por lo cual terminó sus días como en una de las historietas que leía: se suicidó. Miraba esas figuras y sus textos con una curiosidad y afición de la cual me quedó la manera de concentrarme por lo escrito y de la que nunca he podido safarme.


CHIMBOTE. SU BARRIO.
Nací en Chimbote, un pueblito que es un puerto a cinco horas en ómnibus interprovincial desde Lima, la capital de mi país. Fue un día miércoles y casi un día de miércoles, pleno de sol, cuando el mundo giraba tal cual; no ocurrió absolutamente nada, salvo que esa fecha a saber llovió todo el santo día en París, ciudad tan querida por algunos escribas, y donde murió uno de mis compatriotas más conocido literariamente en el mundo: César Vallejo con aguacero y todo. Crecí en Miraflores, un barrio popular suburbano de Chimbote, cercado de prostitutas y ladrones que no tenían el menor escrúpulo para ejercer sus fechorías a vista de todo el mundo: el disimulo era cobardía. La casa de mi madre, que era señero reducto de honestidad en el barrio y donde me crié tuvo siempre un gran jardín y una huerta lleno de gallinas, patos, perros y palomas, que para mí fueron como mi pequeño Paraíso donde recreaba las series de televisión que veíamos los niños del suburbio en un televisor en blanco y negro que la abuela Victoria, una vecina, alquilaba por unos cuantos centavos para ver la función de la tarde. Pero en ese Paraíso yo estaba la mayor parte de las veces solo, en ese sentido no guardo un recuerdo grato de mi infancia. Mi padre pocas veces estuvo conmigo; y el trato con los animales hubo de despertar una sensibilidad excesiva o una tristeza frecuente: hablaba con los peces que traía del río, las gallinas, conejos o cuyes que hacían nidos por entre los enseres de la casa y darles de comer era una tarea que desde niño aprendí.


ESTUDIOS PRIMARIOS Y SECUNDARIOS. EL COLEGIO.
Hice mis estudios primarios en una escuela donde había niños de una clase social más influyente y rica que la mía. A los siete años, cursaba el primer año de educación primaria en el Augusto Salazar Bondy de Nuevo Chimbote que en aquel entonces era uno de los colegios nacionales de cierto renombre en la ciudad, pues había ganado casi todos los gallardetes en las marchas de Fiestas Patrias y para lo cual año tras año contrataba los servicios de estólidos ex soldados para orientarnos en instrucción pre-militar, quienes hacían la vida imposible a los alumnos bajo un severo entrenamiento en un descampado. Los estudios secundarios también los hice ahí. Tuve todo el tiempo un maestro normal de literatura, salvo que era un periodista connotado lo cual me llamaba la atención. Solía verlo en la redacción de La Industria de Chimbote por una de las ventanas del diario. Una vez escribí una crónica sobre el terrorismo en el país, y cuando la leí en plena clase, aquel la desmintió y me dijo ser un plagiario ante el asombro de la clase entera y de un compañero que me había visto redactarla a salto de mata y reclamó a gritos mi autoría. Del colegio recuerdo a su director, era un ser monstruoso: un gordo desalmado con un nombre tan horrible como él: Grocio, éste no vacilaba en propinar una cachetada limpia a quien se le ocurriera cuando no supiera una estrofa o estribillo del himno nacional.


VIDA EN LIMA.
Viví por aquel entonces en Lima, y descubrí una ciudad que tenía dentro cientos, quizá miles de ciudades. En Lima por algún tiempo pude ser joven mientras en Chimbote había sido enteramente adulto. Rejuvenecía mientras otros decrepitaban, por ello quizá me casé temprano y me divorcié al tanto. Cuando digo que le debo gran parte de mi vida literaria a Lima, digo algo que es casi enteramente cierto, pues ahí encontré los libros, la música y las mujeres que nunca jamás hubiera imaginado tener; y, además, el tiempo de ocio necesario para poder leer y escribir. ¿Ocio en Lima, una ciudad agitadísima? Así es, se lo debí en gran parte a San Marcos, La Universidad, mi Universidad; y luego a una afición a conseguir trabajos que me permitieran seguir con esa costumbre. En Lima encontré el amor, el desamor, la vida y la desdicha, materiales de los cuales están hechas nuestras vidas.


LIBROS.
En mi camino de vida fui recogiendo libros de toda índole a por doquier. Un día salí de mi casa de Chimbote a dar una vuelta por el mundo. Era un párvulo ordenado, metódico. Formulé mi plan de equipaje: poca ropa, un viejo reloj despertador y textos de cabecera que he llevado siempre conmigo. No faltó en aquélla colección alguna edición pirata de un clásico griego o latino: La Iliada de Homero y Las Odas de Horacio, por eso que otorgan rotundez a la prosa que había leído en un Tratado de técnica del aprendizaje de la escritura; con ellos iba algún libro que me regaló mi madre o una novia y que me permitieron seguir viviendo en los tiempos más duros; alguna vetusta e incompleta edición de las Mil y una noches; El Quijote y El Decamerón; sumados de las obras completas de un escritor peruano; y el complemento que habría de seguir recolectando en mis caminos sucesivos: una colección casi completa de las revistas de literatura que se adicionaba a una edición de los Premios Nobel. Después ya en el camino encontré muchos otros libros, mujeres inesperadas, mozas que me remitieron a compendios, nueva indumentaria, avenidas e inesperados senderos. ¡Ah, época en que al decidir caminar tres o cuatro kilómetros podía darme el lujo de comprar, o, robar varios libros con el solo y único propósito de leerlos! Hasta que me dije a sí mismo que no adquiriría un solo ejemplar más. Gran mentira y falsa promesa. Sigo adquiriéndolos, esperanzado de que en alguno –no importa su naturaleza– encontraré el secreto de aprender a escribir.

LA ESCRITURA.
Es memoria y olvido. Si uno escribe de pronto un cuento o novela corta la olvida, de escribirla de nuevo no podría hacer lo mismo. La escritura es heraclitiana; pero la lectura también y asimismo la relectura. Escribir es doloroso, cansado, placentero. Embarcamiento o embaucamiento del tiempo, años en una línea al tesón. Una suerte de sadomasoquismo, una cosa de hombres bien puestos, una visión machista de la vida, en la que a pesar del sufrimiento se tiene que seguir adelante. Se aprende en el camino, es un vicio, un acto de terquedad y porfía. Nadie enseña a escribir sino la constancia y la perseverancia. No hay maestros, surge de la misma terquedad que puede llevar a la miseria o al suicidio. Es como enamorar a una mujer bonita, la más hermosa hasta que el hartazgo o el amor trae el cariño o la ceguera. En ese sentido siempre fui un escritor intuitivo más que cerebral, más nervioso que frío. Inseguro, temeroso pero audaz; sin duda suma y felizmente heraclitiano.


LAS MUJERES.
Una esperanza de vida. Dolor, amor y desapego. Búsqueda interminable. Literatura y realidad. Hermosura y desesperanza. Imposibilidad de retorno. Amor y odio entrañables. Años, soledad y recuerdo. Y sin duda felicidad afectuosa. Esa alma hermosa que se encuentra a veces en una y luego sale a otra y uno tiende a buscarla y deja el cadáver triste de la que la contuvo así haya odio ante tanto amor.














LIBERTAD.

¡Ah, Libertad! No es más que soñar con mi mujer, que vivimos en campos de provincias donde podemos corretear con los niños, juguetear, deambular y ser felices. Quizá camino a un río o una laguna de infancia donde solía coger peces de colores y travesear con ellos. Recordar la albura perdida donde fui enteramente libre, desordenado y feliz. Como se debe ir en algunos caminos de la vida, no ir a la escuela sino ir a vagar, caminar por la ciudad, descubrir el mundo. En ese sentido tuve la libertad desde muy niño: mi madre me dejaba visitar de cuando en cuando los campos, la ciudad, la playa, practicar deportes y volver tarde casi ya entrada la noche; criar en albarcas cientos de peces, coleccionar piedritas, canicas, trompos y maderos. Después con los años me di cuenta que había luchado todos los días de mi existencia por un mínimo de aquel instante supremo de libertad y soledad en cada circunstancia de mi vida. Esa autonomía creativa y recreativa que nos hace nacer de nuevo a cada instante.


EL PARAÍSO RECUPERADO.
Este no es un cuento ni un libro. Es un papelucho producto de una mañana de calma en la Residencia Universitaria de San Marcos, casi una falsedad, una difamación propia. No es un buen cuento en el sentido ordinario y estricto de la palabra. No, es más bien una suerte de injuria prolongada, un sopapo a la cara del gran arte que se reforzaba en la vieja Lima de San Marcos, de la Lima entera de hace unos años, una patada en el trasero a los artistas, al hombre en general, al machismo, a mi vida misma, a la historia y al destino literario de la historia peruana. Y agradezco ese premio por él; y a la vez me llega lo que digan los demás en el tiempo porque creo en el amor y la belleza, sino pregúntenle a mi última mujer. Seguiré escribiendo así medio mundo se oponga, así todo el mundo incluida mi madre y mi mujer se opongan, aún mi padre deje de hablarme de por vida. Desentonaré, pero seguiré escribiendo. Escribiré mientras viva; y escribiré sobre mi inmundo cadáver por la eternidad.


LA PINTURA, LOS PINTORES.
Desde siempre me cautivó la pintura. No creo que algún día pueda pintar un solo cuadro, y por ello ante un aguafuerte de Goya caí desfallecido; y, aún no salgo de la impresión de A bar at the Folies-Bergere de Manet. Empecé a dibujar alrededor de los seis años, en Chimbote, casi por la misma época en que empezaba a soñar con escribir, lo que intenté sin mucho éxito años después. La pintura observada se convirtió en algo muy importante en mi vida, ya en la Universidad ese aprendizaje se lo debí más bien a un diletante, más pintor que escritor y más dibujante que prosista, Ricardo Flores Gago, mi compañero de filosofía que se deleitaba lo mismo con un desnudo de Paul Gauguin que con un poema de Tagore o un cuento de Twain o Poe. En la pintura sin duda encuentro una manera de expresión paralela a la escritura.


ANTÓN-FABIÁN, MUSICAL.
Me hago amigo de los libreros de cada ciudad que visito. Siempre pago el precio que piden por los libros. Es una manera de tener los que uno quiere o busca luego. En Lima de entre todas las librerías de viejo al aire libre hice migas con uno de los más instruidos libreros que jamás conocí y que además era melómano: David Marcos. Se había quedado detenido en el Renacimiento y a él le debo la ilustración de todo lo que al inicio supe de música. No me inscribí en algún curso musical porque era demasiado perezoso. Más bien me dedicaba a escuchar cientos de grabaciones de los clásicos de la melodía. Conciertos, ritmos, tonadas y sones a por montones y de toda laya, cuando aún no existía en nuestros lares la Internet; pero sí una radio del género clásico que amenazaba casi siempre desaparecer lo que constituía gran inspiración musical, maravillosa además, para lo que yo escribía y para mi propia vida. Los mejores y peores momentos de mi existencia surgen al recuerdo al son de determinadas melodías de diferentes géneros.



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HISTORIA DE SUS ÚLTIMOS LIBROS.
[Sus quince últimos libros leídos, hojeados, revisados o que está leyendo - incluye releídos].

1. Mesa redonda sobre Todas las Sangres, Arguedas, S. S. B, Escobar y otros
2. El año que trafiqué con mujeres, Antonio Salas
3. Historia secreta de una novela, Vargas Llosa, Mario,
4. El verano - Bodas, Camus, Albert,
5. Metaforismos, Roa Bastos, Augusto
6. Monterroso por él mismo, Monterroso, Augusto
7. Cien poemas, Constantino P. Kavafis
8. Hemingway , Burgess, Anthony
9. Autobiografía, Borges, Jorge Luis
10. Pájaros de Hispanoamérica, Monterroso, Augusto
11. Memorias, entendimientos, Cela, Camilo José.
12. Escritos autobiográficos, Calvino, Italo
13. Diarios, de Federico Amiel
14. El jardín de las delicias, Ayala, Francisco
15. Entre parentesis, Bolaño, Roberto

miércoles, 6 de mayo de 2009

Lima norte: una expedición de imprevistos descubrimientos

Lima norte: una expedición de
imprevistos descubrimientos

El panorama permanece constantemente en cambio, como las piezas polícromas de un rompecabezas.

Lima Norte es una ciudadela de imprevistos hallazgos, en primera instancia reúne a otros conglomerados, algunos de los cuales limitan con el contorno de San Juan de Lurigancho, el Rímac y la provincia constitucional del Callao. A diferencia de algunos años ahora ya ningún ciudadano del norte limeño, acaso porque es parte de una zona que no mide las fronteras del esfuerzo y el progreso, duda en nombrar su residencia. El distrito más popular es el famosísimo “Los Olivos”, en que la céntrica avenida Carlos Izaguirre reúne las más de quince largas cuadras más comerciales de todo el norte; pero este lado de Lima posee cientos de negocios de diferentes rubros donde se pueden encontrar ubicaciones inesperadas en lugares imprevistos, como en el Boulevard de los Olivos, la contigüidad de un hotel, varias discotecas, dos colegios y una “clínica ginecológica” casi en la misma cuadra.
Si hubiéramos viajado mucho nos atreveríamos a afirmar que existen algunas calles con cierta similitud con alguna avenida comercial americana, pues bien por lo pronto nos basta decir que si uno sale de la nueva Plaza Vea (donde antes se ubicaba el hipermercado Metro) por la puerta Nº 3 se encuentra con un panorama grandilocuente donde descolla el imponente Mc Donald’s y la botica Inka Farma, que flanquean la entrada del Royal Plaza, junto a Cine Planet, la pollería Las canastas y los cerámicos Casinelli; y, como parte del “Centro financiero y empresarial”, el Banco Continental y el De Crédito, que sostiene sobre sí al famoso restaurante Rústica. El hecho es que se percibe una diversidad de colores que uno piensa estar frente a un espectro a tan solo unos cuantos pasos y si no fuera por las voces de mujeres oferentes de llamadas telefónicas al paso con sus chalecos amarillos y naranjas y hasta diez teléfonos celulares en las manos o por algún bufón disfrazado exageradamente de mujer que ofrece caramelos, obnubilado se trasladaría a tocar ese arco iris multicolor.

El panorama permanece constantemente en cambio, como las piezas polícromas de un rompecabezas; no en vano a cada distrito colindante se le llama “el distrito emergente”, pero todos los que conforman Lima norte son sin duda prominentes en esa circunscripción donde “todo cambia” como cantaba Mercedes Sosa, al grado que no se sabe a ciencia cierta los confines de los mismos, así la rentable zona comercial es una franja en conflicto entre Independencia, Los Olivos y San Martín de Porres, que la quieren suya porque el progreso es la solícita consigna también en rentas para los municipios.
Lima norte al igual que Lima céntrica tiene su jirón de la Unión pues entre Mega Plaza y Plaza Vea se ha originado una suerte de pasarela: al salir del Royal Plaza camino a Tottus se cruza la calle Los Andes, y uno puede adentrarse por el jirón que lleva nombre de vía: “Calle 1”; por esa travesía, apenas unos ciento cincuenta metros, en un día cualquiera transitan poco más de 200 mil personas que van y vienen de compras de uno u otro centro comercial, o que simplemente salen a pasear con sus seres queridos mientras cotizan los precios de las más ansiadas mercaderías y, en la marcha, observan varios videntes al paso, vendedores de ungüentos para la piel, golosinas, carteras e inesperados regalos, peluches y libros, flores artificiales y chucherías improvisadas, entre gente apresurada que transita de un lugar a otro.
La prostitución no se ha hecho esperar por estos lares así el hotel Ibis, cercano a las oficinas de la Reniec, ampara a cuantas meretrices y algún parroquiano ansioso soliciten una habitación cuando ya la noche se adentra, la gente retorna a sus hogares y aquellos que han hecho un buen negocio celebran en algún bar de la calle Los Andes; y quien busca un placer diferente puede adentrarse en ruta hacia la intransitable avenida Industrial que encontrará un cóctel de travestis cada cual al más exigente gusto; ello no ha sido óbice para que la emergente visión empresarial y concentración comercial en este lugar desde hace ya poco más de diez años, haya hecho que el Icpna arriesgue a establecer una sede en la casi siempre peligrosísima avenida Pacífico, que colinda con el sur de Mega Plaza.
Como al extremo septentrional el pujante distrito de Villa El Salvador, el concentrado norteño se beneficia de los dos supermercados más grandes de la ciudad y sin embargo posee cientos de pequeños mercadillos colindantes los que no pueden hacer una guerra comercial pero que tampoco son fulminados por aquellos; y están compuestos en su mayoría del 90 % de provincianos sobre todo del norte del Perú: Chimbote, Trujillo, Chiclayo y Piura, en respuesta a la migración que llegó a la capital desde los años cincuenta; así Luchito Pilco, vecino de Los Olivos, recuerda que hace ya algunas décadas este cuadrante era una zona campestre lleno de cañaverales, donde se podía disfrutar aún el verde natural y respirar un saludable aire puro.
Si uno arriba a la ciudad de Lima desde el norte, al amanecer o al caer la tarde, antes que se adentre el sol, podrá observar a ambos lados de la Panamericana kilómetros de lomas con cientos de pequeñas casitas multicolores, porque Lima norte es la zona del color; y si llega de noche o madrugada los colores se tornan en destellantes luces que irradian de brillo esos cerros de Ventanilla, Puente Piedra y parte de Carabayllo que hace algunos años eran tan solo desérticos arenales. Lo que ofrece nuestra capital al llegar por el norte es sinónimo de pujanza y civilización de un pueblo que tiene en su sentir propio la experiencia del hambre y la miseria como fortaleza ante la calamidad de la pobreza nada casual. Así a las seis de la mañana ya una docena de controladores de microbús se agolpan en la intersección de la avenida Izaguirre con la transitada Panamericana, que en su trayecto da cuenta también de llamativos avisos publicitarios de los más famosos grupos populares de cumbia, colegios de nombres inesperados, academias preuniversitarias y cementerios entre otros.
Si uno embarcado en su automóvil conduce desde el centro de Lima hacia el norte, localizará el trébol de Caquetá y bien puede escoger salir por la avenida Tupac Amaru o la Alfredo Mendiola (que no es más que la Panamericana norte). Si va por la primera: se encontrará con la Universidad de Ingeniería, una entrada al Hospital Noguchi y el Cayetano Heredia, y, luego de unos minutos, frente al paradero “Farmacia” hayará agolpados en horas de la tarde o la noche cientos de personas ante cómicos ambulantes, cerca de la Municipalidad de Independencia, antes de llegar a la intercepción con la avenida Izaguirre donde sobresale una estatua de Temis, la diosa de la justicia; pero más interesante es embarcarse por la segunda que es casi su paralela: cruza usted, el mercado de Zarumilla, emprende la vía directa hacia el norte y llegará a la Municipalidad de San Martín, el intercambio vial de Habich que no es más que un enorme puente de cemento, luego al Terminal terrestre de Fiori desde donde parten los ómnibus de ruta hacia el norte del país, cruzará el nuevo centro comercial que están construyendo, el paradero “Pilas” que da la bienvenida al distrito de los Olivos, y del cual se piensa que se llama así por el monumento que asemeja a unas pilas verticales aunque pocos saben que el nombre se debe a que ahí cerca existió una fábrica de baterías, pasará por el Instituto técnico Senati y en cinco minutos estará en el corazón de Lima norte, a su vez en la intersección con la Avenida Izaguirre.
Aunque en ambos caminos encontrará usted paredes pintadas de grupos u hordas de bandoleros, postes con avisos publicitarios como este: “atraso menstrual” y un teléfono de referencia; basura amontonada cada cierto tramo; una retahíla de papeles publicitarios al borde de la carretera (sobre restaurantes, institutos y academias de toda índole, tiendas de sex shop, casas de servicios ‘para caballeros exigentes’) que se han ido desprendiendo de las paredes o que la gente ha ido soltando después de recibirle a los volanderos; algún mendigo o anciano vagabundo al borde de la carretera o al lado de un armatoste de cemento en la berma central donde ha encontrado refugio para que nadie le moleste y allí, acompañado de su perro que husmea entre un pequeño basural, ha armado su universo propio; carros interprovinciales que se cruzan y microbuses que parecen carros interprovinciales con algún niño cantando antes de ofrecer caramelos de limón, querido pasajero.
Ya en el cruce de las dos famosas vías, bien puede internarse en Los Olivos siguiendo la avenida Las Palmeras hacia uno de los parques más grande del norte, el Lloque Yupanqui, seguir hacia el Retablo, esa zona de discotecas o hacia el norte hasta cruzar el río Chillón, de nombre casi onomatopéyico por la contaminación que recoge del distrito de Comas entre otros, y luego llegar a Puente Piedra y ya para la salida a los alejados Santa Rosa y Ancón, que por estar tan de esa parte casi no son considerados como del norte emergente; pero si aún es temprano y quiere echar un vistazo a lo que ocurre ahí dentro de los supermercados puede aparcar su automóvil en uno de los estacionamientos gratuitos para los clientes y ver los espectáculos infantiles o, más tarde, escuchar a los habituales grupos musicales, observar a los danzarines de aeróbicos, no quitar el ojo de las curvas y movimientos de “las bellas y sensuales sexy bailarinas”, entre alguna estatua cercana que hace de Robocop o una bella tapada idéntica a la de las épocas de la Colonia, que se mueven si y solo si se les echa una moneda en su fabulosa alcancía. Todo un espectáculo formidable.
Pero hay una característica que a pesar de ser manifiesta no muestra su rostro a cabalidad y es, después de haber trabajado toda la semana, esa confraternidad sabatina que hay entre los ciudadanos de esta zona que no viven en los lugares céntricos y comerciales, así al menos la mitad del casi interminable vecindario puede ser vista en sus puertas o ventanales observando un reñido partido de voley que se celebra con una cuerda de poste a poste como malla o de fútbol con dos piedras como arcos, o más tarde las parejitas de novios ahí cerca en el parque de la Municipalidad de Los Olivos donde se prometen amor eterno y las damas enamoradas sueñan casarse ahí nomás cerquita, en la Iglesia de la Avenida Las Palmeras, quizá la más significativa de todo el norte limeño. Se adentran las horas y ya al borde de la madrugada pasa el último carro que surca Lima de un extremo a otro, el cobrador con los ojos congestionados lanza un par de monedas al trasnochado controlador; y ya salen los rostros anónimos de los recicladores de basura sentenciados a hurgar en las bolsas y cubos de desperdicio que despiden los pequeños y grandes negocios, cuando decenas de jóvenes retornan de las más populares discotecas limeñas. Y así se va adentrando la noche hasta mañana que será un nuevo día en esa zona que cada día cambia nuevamente.