sábado, 14 de noviembre de 2009

PRÓLOGO A DIARIO PERSONAL

Recopilé mi diario por espacio de casi doce años, muchas son las veces que he perdido partes del mismo. Muchas las que traté así mismo de ordenarlas, ya que profusos e interminables papeles permanecían guardados en sobres, por días, años y meses, así siempre que empezaba a hacer un recuento de lo escrito fracasé, ya sea por mi espíritu de dejadez y anarquía o por alguna investidura de la vida. Iba a titularlo “Textículos” por el irónico hecho que uno necesita de ese machismo que afirma la valentía para elucubrar ‘testes’ [textos más bien] bordeando el temor a ser descubierto o con la plena certeza de que uno jamás será un mito. La reunión de los mismos ha dado sin querer en un libro como lo aconsejaba Nietszche tan sólo por la bendita manía de escribir aunque sea a falta de imaginación una ‘vida literaria’, lo que quiere decir que en cierto modo no es la vida verdadera y al final terminará por serlo. Tiene la pretensión de vida para ser leída, vida diletante, desordenada en realidad, que no procura sino la desnudez de lo que no es ni nunca fue. La vida es una ficción, casi un sueño, como diría Calderón o ese alter ego que era Segismundo. La misma pretensión de retratar lo real no es más que una fatuidad inalcanzable. Otro nombre que ideé era “Pre-textos”, porque escribir era una manera de mantenerme unido a la vida y a la esperanza de la misma y además porque cada anotación siempre la sentí incompleta.
Recuerdo mi infancia caminando patacala por una acequia contra el agua, pescando peces multicolores, recorriendo los bosques con mi perro, esos momentos que uno no puede sino tan sólo retenerlos en la retina porque era imposible escribir. Gustaba andar descalzo y hacer líneas con el dedo gordo del pie en el enlodado, en aquel entonces toda la felicidad se resumía sólo a ello y, puedo decir como Neruda de Temuco que quien no conoció el bosque de mi infancia, no conoció la belleza de este planeta. Cuántas veces he vuelto a llorar mis días de infancia como cuando lo hacía al pie de un roble y al lado de mi perro. Pasados los años embebido en otras aspiraciones, el roble y el recuerdo de mi perro representan una suerte de pena en general, sacrificio y sobrevivencia; pero en fin, al tiempo, azules y agradables recuerdos, nociones que yo tenía ensombrecidas quizá por la misteriosa reacción que de niño provocaban en mí las mujeres manchadas de savia divina camino al bulín Tres Cabezas. Cuando he visto por otros lares robles siempre he imaginado mi infancia, sucia de barro de acequia y con trocitos de escamas de pececillos muertos y algas pegados a mis piernas. Escribir no ha sido sino caminar a descubrir ese mi rosebud, esa felicidad entrañable y rememoración de mi infancia perdida, de aquélla felicidad filtrada de pronto de los propios dedos. Escribir se asemeja a ver crecer con los años un roble que en el recuerdo trae otras asociaciones.
Otros nombres eran: “Naderías”, “Sala de espera”, “Escritos para el olvido” y “El Fracaso del escriba”, pues escribo plenamente consciente que no es más que una terrible necedad el persistir en el arte literario: ser escritor es una fatalidad, tarea absurda e infame. Odio escribir y detesto la literatura como labor. Hubiera querido dedicarme a otra actividad que a este capricho lacerante. Al fin y al cabo la trascripción de esos escritos que fueron mi diario se convierte en un testimonio de la lucha que libra un escriba iniciado en su arte y las vicisitudes del desarrollo del mismo, lucha sino exitosa al menos sin cuartel hasta llevar a uno al delirio, la sinrazón y casi el suicidio. Escribir es mi modo de pensar, quizá para el olvido pensando en “lo que no pasa”. Creo que fue Sthendal o Flaubert –al fin da lo mismo– quien pensaba que escribir sobre nada era frisar el arte mayor. Escribir algo que no suceda era la supremacía a la que podía llegar un escritor, por ello este diario también tendría la pretensión mayúscula de nadería. Al final todo se lo lleva el tiempo y se disolverá en él. Las palabras son recuerdos y es triste el canto, decía el poeta Calvo.
Desde mi adolescencia y seguro por ella, empecé a anotar hechos en una serie de cuadernos viejos, hojas, contratapas, recibos de microbús, facturas, servilletas que han cedido ante la marcha del tiempo. En realidad no fue un trabajo cotidiano, sino más bien un registro esporádico de ciertos acontecimientos desordenados de mi vida con frases que rayan el tiempo a cuentagotas. Prosas incompletas porque además uno da sólo una versión sesgada de los hechos y no una salida. Suicidio amoroso y ociosa exploración de un escriba, y, como dijo alguna vez Nabokov, vano oficio de quien en busca de sí mismo traslada a la memoria retenida el recuerdo de un futuro inesperado y su perspectiva, aunque el futuro sólo se advierte estando ya en él. Y aunque tiene gran parte de olvido y silencio, no es más que acumulación de imprecaciones de un escriba en centenares de irreales días del inexorable paso del tiempo; es decir mezcla de realidad, ficción y asombro. Y si es verdad que me hubiera gustado que nadie lo leyera, –pues nunca tuvo pretensión de libro– debo revelar que es una suerte de confesionario apolíneo, porque lo único que me interesaba era recordar, ya que el olvido –como decía Borges– es tan sólo otro nombre para el caos.
Dejar certidumbre de vida quizá sea el aliciente de todo diarista; porque la labor de recopilar apuntes raudos, atrapados de una buena vez antes que se escapen en alas de la imaginación, no es trabajo menor. Por lo general son un cúmulo de reflexiones autocríticas, espontáneas o secuelas del peso de la propia conciencia. ¿Qué me motivó a redactarlo? Como recomendaba el filósofo mi diario personal ha ido sumando notas casi extraviadas hasta convertirse en libro, no he tratado de llevar rigurosamente la exploración de un camino artístico o vital. No he sido ni testigo ni protagonista de algún acontecimiento histórico, aunque por cuestiones de pasión, amor y apego sí un hombre muy acongojado por los desencantos de la vida. A decir verdad he sido un diarista ocasional y casi de soslayo con la vida. Creo que siendo mi composición no es mi obra pues cada etapa de la vida provoca un desenlace propio. Quizá el escribirlo fue con la secreta intención de comunicarme, pero ¿con quién? Acaso con mi subjetividad, aunque para ello hubiera bastado mi pensamiento y conciencia, pero tal vez necesité escribirlo para tener la certeza de que lo que me ocurría era verdad, adquirir constancia y creer lo que pensaba y pasaba en mi existir. Tal vez acontecimientos como la muerte de mi abuela Juana, el encuentro con mi primer amor, la primera mujer con la que me tuve que acostar, mis primeros libros leídos; y, luego ya el entrar en algún momento en cierta concisión y madurez, mis años universitarios y demás, me llevaron a su consolidación. Todo ello originó su permanencia, quizá esa fue la intención o ya sea para saldar ausencias: la paterna, el tío muerto, la novia, el amor, la posibilidad de escribir. Mi diario no ha sido más que una justificación.
Siempre tuve una afición por la aventura y por ello desde niño también quise embarcarme en un barco mercante y hacerme hombre de mar. Me acercaba al puerto chimbotano y miraba los barcos zarpar. No sabía que después conocería a Conrad, Josep Pla, Hemingway; así también intenté enrolarme como soldado en el ejército peruano de donde mi madre ‘me rescató’; pero siempre pensé escribir. ¿Por qué caminos habría ido mi destino si hubiera sido así? Detesto la vida plácida, amo lo intelectualmente provechoso. Y en ese intento he llevado una vida alejada de toda holgura, dedicado a la pasión creativa. Quizá todo no sea más que la huella del registro de una necesidad perentoria de vivir intensamente mi vocación, y que al igual que José García Calderón, hijo de un ex - presidente peruano y que renunció a una vida plácida y se enroló en el ejército francés permaneciendo hasta más de quince horas seguidas en un globo aerostático aprovechando el tiempo brumoso para no ser descubierto por las tropas enemigas y así rayando la osadía y el nervio escribir su diario, he escrito estos retazos en microbús, en plena clase universitaria cuando se disertaba sobre Heidegger, en mitad de una sesión amorosa, luego de conversar con una fémina, hacer el amor con una prostituta, viajando a provincias o al centro de la ciudad, en los baños, haciendo colas interminables, a mitad de una conferencia. Intenté dejar mi rastro en el mundo, dar el máximo de intensidad ante el peligro, demostrando valentía al borde de la repugnancia y casi inconsciencia ante las complicaciones de la vida afrontando los peligros de un joven artista. Quizá para alguna mente superior estas páginas no sean más que un esfuerzo vano, tedio o labor un tanto insulsa, una penosa banalidad y patética intención de simulación intelectual, de susceptibilidad exagerada entre la aridez del hastío. Un quejatorio de alguien que se sintió lo que nunca fue, vida que acaso estuvo destinada para otro. Una vida entregada que bien se habría podido usar en otros menesteres y que quizá esa sea su única valía.

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