sábado, 2 de mayo de 2009

El paraíso recuperado

El paraíso recuperado
Historia libresca de un ladrón

Carátula de la primera edición del libro El Paraíso recuperado
Al gran Ananda Sindhu,
mi hermano Alex Silva Rojas (Cochosolto).

"Léeme, para aprender a amarme; alma curiosa que sufres y
andas en busca de tu paraíso. ¡Compadéceme!
Sino, ¡yo te maldigo!"
Charles Baudelaire

"Los libros son nocivos para la educación de los jóvenes"
Rousseau

DIRÉ QUE mi nombre es Lázaro Cortés y que robar es toda una profesión. Soy un ladrón. Confidencia ésta que no me causa el más mínimo remordimiento pues he tenido cuidado de que cada acto de mi vida esté afianzado por consistentes razones. Ya sé que esto último es un absurdo, que la vida es circunstancial y que uno no puede calcular el porvenir; pero en fin: el robar no me deshonra. Se dirá que soy un necio, un desvergonzado. La verdad, no me importa. Estoy convencido que no es un delito cuando prima la necesidad y me enorgullezco de ello. Al igual que otros, poseo ciertas pasiones que embargan mis días; la mayor ha sido, no sé con qué pretexto o por qué razón, la de conseguir libros.
Y me pregunto desde cuándo realmente comencé a reunirlos. Tengo de todos los colores, tamaños, ediciones e idiomas; pero aún así siempre hay un lugar reservado en el estante, en la cama, en la cómoda o, en última instancia, en el piso para el ejemplar soñado. He robado muchísimos, y al igual que la biblioteca de Anatole France, quien recomendaba nunca prestarlos, pues la suya propia estaba constituida en su gran mayoría de libros prestados, la mía se ha ido implementando gracias a una suerte de imantación de volúmenes no devueltos. Mis víctimas han sido casi siempre mis amistades o quienes me han brindado cierta confianza. Los extraía cuando, a base de un minucioso, metódico y esmerado plan, llegaba a visitar sus bibliotecas personales. No existe escritor, intelectual, aficionado o aspirante relacionado conmigo que no haya sido víctima de mis manos bibliófilas.

Recuerdo cómo me expropiaba, allá en el viejo puerto de Chimbote de los ejemplares de la Biblioteca de la universidad gracias a que gané la confianza de unos descuidados bibliotecarios, ladrones frustrados que se maravillan con acariciar, forrar, fichar y ordenarlos como si fueran suyos, sin lograr divisar la enorme y abismal distancia que los separa de tales. Los sustraía metiéndolos dentro de una prenda preparada pacientemente para ello: una casaca de invierno con una enorme abertura interna, me servía de bolso. Una extraordinaria talega en realidad; pues dentro cabían de sobra, por ejemplo, hasta los tres gruesos volúmenes de El Capital de Marx del Fondo de Cultura Económica, una antología en edición de lujo de la obra completa de Borges y algún otro librillo que nunca estaba de más.
No sé por qué demonios estudiaba ingeniería en esa mediocre universidad de provincia. Odiaba la carrera y a ese centro de estudios; sin embargo los encargados de su biblioteca que lo sabían, me dejaban ingresar a su depósito (únicamente a mí) y pasear a mis anchas por él, ¿pues qué podían sospechar de mis buenos modales, de mis álgidas costumbres, de mis constantes reclamos por la elaboración de un inventario y demás? ¡¿Robar?! ¡¿Yo?! ¡Jamás!. ¡Ay, literatura!, la verdad es que poco a poco la biblioteca se iba esfumando de sus mejores títulos ante el asombro de sus dependientes; así como su hemeroteca –pues tenía que extender mis dominios y avanzar en mis conquistas– donde era más fácil trabajar (robar es eso, pero de manera recta), dado que el encargado, debido a la poca afluencia de usuarios, se dedicaba a dormitar sobre un gran texto de unas quinientas páginas. Se trataba de la Enciclopedia del crimen y los criminales de Sir Harold Scott, en edición española, que desde el día que la vi se convirtió en un verdadero reto para mí. De pronto de haber sido un inofensivo ratoncito de biblioteca me convertí en un avezado delincuente de bibliotecas. Así conocí la literatura, revelación terrible que me llevó a cometer los más temibles y peores atracos en la ciudad con el fin de obtener joyas que jamás hubiera imaginado hurtar.
Hasta que llegaron los detectores electrónicos –creo sinceramente que en ello contribuí– y ya no pude más (después aprendería a neutralizar los dispositivos de seguridad con una agujita, cortándolos, humedeciéndolos, pegándoles una cinta adhesiva o un papel metálico). Vi con profunda aflicción cómo ladronzuelos, más osados y menos cuidadosos, caían bajo el dedo acusador de ese horrendo monstruo que aullaba estruendoso, alertando a los vigilantes y usuarios; y descubrí que no estaba solo. Pero no me di por vencido: seguí trabajando seriamente, pensé incentivar en otros mi arte; y planeé mi próximo atraco.
Con un viejo amigo de infancia marchábamos en comisiones por las librerías de la ciudad, entrábamos a una, estudiábamos a los encargados, hojeábamos uno u otro ejemplar, seleccionábamos algunos, y, aun sintiéndonos espiados, colocábamos raudos uno o dos bajo el brazo; luego salíamos tranquilamente como si nada hubiera pasado. Nunca fuimos descubiertos.~

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