sábado, 30 de abril de 2011

Ernesto Sabato, antes y después del fin

No quiero morirme sin decirles estas palabras. Tengo fe en ustedes.

Ernesto Sabato

Por Róger E. Antón Fabián.

Ernesto Sabato nunca dejó de ser aquel niño solitario que se sintió abandonado, ese mismo niño ahora se adentra en ese viaje interminable. Estuvo a poco tiempo de pasar la centuria y su desolación era enorme después de la partida de Matilde, su esposa, de quien escribe en ese libro titulado Antes del fin, que todo joven debería de leer. Es verdad que los años restantes estuvo acompañado de Elvira González Fraga pero ya no era lo mismo. Se había quedado ciego como ese otro gran amigo suyo el también escritor argentino Jorge Luis Borges, sin embargo de cuando en vez pintaba pues de tal suerte ahuyentaba ese caos en que se debatía, aquellas obsesiones e ideas más recónditas e inexplicables, ese infierno personal de angustia y desesperación de cada ser humano, así alejaba a “los fantasmas” (en una edición de la Revista Sur dirigida por Victoria Ocampo y que reunía creaciones de grandes escritores e intelectuales, leí por primera vez la alusión a los mismos. Vargas Llosa habría tomado de él esa idea para teorizar sus “demonios”), pues estuvo a punto de suicidarse dos veces en 1992, sin embargo logró sobrevivir gracias al arte. Pensé que pasaría la centuria, pero una vez más este mes aciago para los grandes escritores da cuenta de la vuelta de la rueda del destino.

No puedo olvidar los libros que leí con lápiz y papel, tomando apuntes para descubrir la estructura, la ambientación, la psicología de los personajes y la maravillosa construcción del maestro argentino, así tuve varias versiones de El Túnel con subrayados, patas de araña, anotaciones al margen, a pie de página, y bien se podría decir que Sabato es un escritor que enseña a escribir. Bien merecido estuvo ese galardón del Premio Cervantes de las letras, que destaca a los escritores de mayor renombre de habla hispana, en 1984. En aquella ocasión muy emocionado en su discurso oficial resaltó al ingenioso hidalgo como un ser mortal, tierno, andariego y desamparado, y, glosando al propio Cervantes, a fin de cuentas, entrevió que digno es aquel hombre que "por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida".

De él que por la tarde durante algún tiempo quemaba todo lo que había escrito en la mañana, las nuevas generaciones aprendieron que uno no debe desesperarse por publicar, mucho menos una novela por año. Y que dado que para admirar se necesitaba grandeza no importara que el creador sea o no reconocido por sus contemporáneos, pues ello le pasó hasta al mismísimo Sthendal y a Cervantes, así cómo uno podría desanimarse por lo que dijera un desconocido que vive al lado de la casa, como él lo escribió en aquella novela tipo Abaddón el exterminador. No en vano él que para apaciguar lo caótico había escrito un diario íntimo, lo quemaría al tiempo, antes de buscar refugio en las ciencias, y, finalmente, en la literatura, pues el destino siempre nos conduce a lo que teníamos que ser.

En la Miraflorina, la casa de mi madre, hay una hermosa biblioteca, allí guardo varios libros suyos, algunas ediciones príncipe que conseguí en mi época de librero de viejo, y de donde algún escriba amigo extrajo ese ensayo que se llama "El escritor y sus fantasmas", texto versado en reflexiones sobre el arte de escribir, que leí entre clases aburridísimas, lo cual me llevó, como todo buen libro, a muchos libros más. Tenía diecisiete años cuando tuve en mis manos por primera vez una suerte de antología de entrevistas de una serie de encuentros entre los dos escritores argentinos más representativos, realizada por el periodista Orlando Barone, Diálogos con Jorge Luis Borges, que leí de un tirón ya en Lima. Y es verdad lo que escribió el periodista después, que Sabato (al escritor le gustaba consignar su apellido sin tilde) era un superviviente de su generación, uno de sus protagonistas mayores, que durante muchos años se resignó a la pérdida de su hijo Jorge; Matilde, su mujer, y casi todos sus amigos de su generación.

Ernesto Sabato que pensaba que el escritor debería de ser un testigo insobornable de su tiempo, con la distinción del coraje para decir la verdad y sublevarse contra todo oficialismo, decía que el escritor comprometido realiza una especie de sueño de la comunidad, que representa a la colectividad entera, aquel bibliófilo humanista que le hubiera gustado ser eterno, que quería vivir mil o dos mil años quizá en plena filiación con Juan Carlos Onetti quien manifestaba que un escritor debería de vivir ochocientos años, trescientos de formación y quinientos para profundizar, el originariamente físico que renunció de ese territorio para buscar las respuestas a interrogantes existenciales del hombre y que luego fue tema de toda su obra literaria, este hombre universal, el humanista desilusionado de los límites de la razón humana que pensaba que mientras vivimos y nos acercamos a la muerte nos inclinamos a la tierra donde hemos pasado nuestra infancia, será velado en el club Defensores de su pueblo para que la gente de su barrio pueda acompañarlo –como él lo deseaba– en ese viaje final, y será sepultado allí donde murió, en su casa de Santos Lagos, en el jardín de su casa, en Buenos Aires, en su país natal. Se fue uno más de los grandes maestros de la literatura no solo latinoamericana sino universal. Como él lo afirmara, antes y después del fin siempre habrá alguien a quien nuestra ausencia resultará irreparable.

© Róger E. Antón Fabián, es autor de la novela “El Paraíso Recuperado” (España).

C. E. Zavaleta o El viaje al reino de la letra memorable



Por Róger E. Antón Fabián.


CUANDO MUERE UN ESCRITOR genuino, para quienes el cariño y la entrega al oficio literario se llevan en la entraña, sobre todo si se trata de un escritor de raza, sentimos como si fatalmente una parte nuestra se fuera con él. Es el terrible desenlace por el que algún remoto o cercano día tendremos que pasar a carta cabal, el sueño truncado de manera inexorable, sobre todo ese de anhelar escribir una obra que nos sobreviva. Carlos Eduardo Zavaleta ha muerto la mañana en que yo dictaba una clase de literatura y el mundo giraba tal cual, parece que seguirá tal; pero para mí es como si se hubiera detenido en un instante para ya adquirir otro tenor, quizá para siempre.

Podría decir que nos unía el hecho de ser oriundos casi de la misma tierra, ambos naturales de Ancash, que pasó su infancia en mi pueblo natal, en Chimbote, frente al mar, a tres casas de donde muchos años después yo tendría mi primera novia, que fue un escritor de la Generación del 50, un estudioso entusiasta de William Faulkner y James Joyce, que era el maestro que todo aspirante a escriba sanmarquino escuchaba con respeto y casi temor, que inspiraba sumisión literaria acaso por su sabiduría y talento narrativo, que había sido maestro universitario de Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique, –a quien manifestaba le puso libros de Ernest Hemingway en la mano y lo asesoró para que iniciara su carrera con su tesis universitaria y su primer libro de cuentos–, el escritor que como Ernesto Sábato abandonó una carrera de ciencias para adentrarse en el terreno literario, el temprano enamorado de Olga en Caraz, el alumno, egresado, bachiller, doctor, profesor sanmarquino, el traductor de T. S. Eliot, Pound y Joyce, el viajero incansable, el diplomático o el maestro que buscó un camino distinto del costumbrismo e indigenismo literario peruano, y, poseedor de un formidable talento y una extraordinaria sensibilidad humana, que supo expresar fehacientemente la excelencia cultural peruana. Así lo recuerdo.

Recibí la noticia a minutos de su fallecimiento por una llamada telefónica del poeta Ricardo Ayllón. A decir verdad, yo que tengo muy bien planteada la situación de la muerte, lo lamenté toda la tarde y aún habituado en quehaceres editoriales estuve sumergido en el recuerdo. Precisamente alguna vez a ambos nos contó como recorría pueblos enteros vendiendo libros, casi de casa en casa, en una actividad cultural digna de elogio. De temperamento inquisidor, también recuerdo a una pregunta mía su confesión, una anécdota sobre el escritor Ciro Alegría, entre otras que dejaré para mis memorias.

Nunca olvidaré su abrazo sincero y su afecto cuando me riñó porque mencioné a Camilo José Cela en el discurso de concesión del premio los Juegos Florales de San Marcos, me dijo que el autor de “La Colmena” había sido servidor de Franco, que lo fue. Aquella vez con el viejo querido Carlos Eduardo Zavaleta conversamos sobre Francisco Umbral y el Premio Nadal, que –enfatizó– "no era un Planeta, que lo podía ganar cualquiera". Lo conocí en Chimbote cuando yo aún no conocía Lima y me hice algunas fotografías con él que salieron publicadas en el Diario La Industria de Chimbote, cuando yo preparaba algunas entrevistas a renombrados escritores peruanos entre los que sin duda figuraba él en primera línea. Años después asistí a la clase de inauguración y bienvenida a la Universidad de San Marcos, impartida precisamente por él, y ya lo vi continuamente. Alguna vez con mi compañero de aula Ricardo Flores Gago, gran lector y explorador de joyas literarias, lo ayudé a escoger una edición de Joseph Conrad, en esas ferias de libros que se levantaban en la Facultad de Letras de la universidad en los inicios de los años noventa, porque sencillamente era como el padre mayor que dictaba el curso de Literatura norteamericana. Allí lo escuché hablar con pasión de Poe, Hemingway, Hawthorne, Melville, Twain, Thoreau y entre otros de Henry Miller (quizá el me recomendó ese texto que se llama “Los libros en mi vida”).

Al tiempo cuando yo había dejado ya la universidad, me enteré que vivía casi solo, que cientos o quizá miles de libros habían tomado posesión de casi todos los ambientes de su casa de Miraflores, y fueron muchas las veces que propuse a más de una institución que se realizara una larga entrevista temática y completa sobre su vida y su obra para conformar un libro singular, pero jamás salió a flote la aprobación del proyecto, pues bien hace algún tiempo antologué alguno de sus cuentos, y espero algún día realizar algún estudio sobre su obra narrativa y la evolución de la misma.

Una de las últimas entrevistas suyas que leí fue concedida a Axthedmio Mau Guil, publicada en un número de la revista Casa de Asterión y titulada "La rutina del fuego", donde el escritor ancashino habla de sus maestros, la técnica narrativa, las mujeres y la vida. Supe que buscaba que lo visitaran, y a decir verdad tuve la secreta esperanza, a pesar de que supuse que se encontraba muy delicado de salud, de su mejoría. En julio del 2010 le habían hecho un homenaje a cargo de la Asociación Capulí, Vallejo y su tierra, presidida por el escritor Danilo Sánchez Lihón, y hacía poco había dado el discurso de honor con motivo de otorgamiento de la medalla de honor sanmarquina a Mario Vargas Llosa por alcanzar el Premio Nobel de Literatura. Nada ni siquiera sus ochenta y tres vitales años hacían siquiera sospechar su muerte, siempre inoportuna.

Carlos E. Zavaleta (apliqué también esa E. a mi segundo nombre) quedará grabado en mi memoria con su recuerdo, ejemplo, amistad y afecto de maestro entrañable, cuando yo era un ratón de biblioteca en mi vieja universidad y él ya un maestro consagrado. Hacía poco acababa de morir Gonzalo Rojas a quien también conocí en la feria del libro de Lima, en este mes de las letras, tan aciago. Al parecer el exacto veintitrés es una suerte de coartada literaria en que se han ido muchos grandes como William Shakespeare, Garcilaso de la Vega y Miguel de Cervantes, entre otros. Carlos Eduardo Zavaleta se marchó –a pesar de no coincidir en la fecha de despedida–, partió de este mundo, al reino de la letra memorable, y será siempre uno de los grandes, el mejor cuentista de todos los tiempos en el Perú.


© Róger E. Antón Fabián, es autor de la novela “El Paraíso Recuperado” (España).